o llaman nueva normalidad. No puedo expresar lo que aborrezco la expresión, creo que ya lo he comentado aquí alguna vez. Cada vez que la escucho, en mi mente se enciende un neón: “¡Neolengua!”. Neovida. La neovida se hace tras una mascarilla. En los albores -esta sí que es una palabra bonita- de la neovida, caminar más allá del límite de un kilómetro, te hizo sentirte algo así como Indiana Jones; y poder salir a la calle a la hora que quisieras, una vuelta a la reconquista de la libertad que empezaste a ganar en tu adolescencia. El primer café que tomaste en un bar no sé cuántas semanas después fue el mejor de tu vida, como si te lo hubieran traído desde Colombia en jet privado para molerlo y preparártelo especialmente a ti. La primera cerveza terracera fue una ascensión al paraíso. Los bares son aún mejores de lo que recordabas. Conducir para dejar atrás la ciudad aunque fuera a medio kilómetro fue como un anuncio de coche de alta gama; cenar fuera de casa, aunque sea en la tasca del barrio, una experiencia gastronómica de tres estrellas Michelin. La neovida, por sí sola, es un poco espejismo. Porque todo esto está muy bien, pero lo esencial sigue siendo lo mismo que antes, poder compartir todo eso con la gente que quieres, aunque sea con mascarilla y a metro y medio de distancia, pero sin píxeles de por medio, por favor.