esulta que en esta fase 0 de la desescalada -qué raro hablamos últimamente- las librerías eran uno de los comercios que podían abrir estos días con cita previa. Las colas en la calle para entrar a la carnicería o al banco -tela los atascos de estas semanas para hacer cualquier gestión o consulta en las entidades bancarias- o tener que pedir cita para comprar, por ejemplo, un pantalón o tres tornillos no es normal ni nuevamente normal por mucho que nos empeñemos. Pero quería detenerme en las librerías, esa especie en extinción a la que ahora, en pro de la sin duda necesaria seguridad sanitaria, hemos convertido en esta fase 0 en una especie de take away de fastfood. Pocas veces voy a una librería a comprar un libro concreto y, si lo hago, siempre me acabo entreteniendo. Uno de los pequeños grandes placeres de la vida es perder el tiempo curioseando estanterías y expositores, hojear las novedades, las que no lo son, leer las contraportadas, desplegar manías -ante la duda, yo no compro un libro sin leer su última frase, ¿por qué?, ni idea-, hubo un tiempo en que incluso los libros de edición fetén tenían un olor especial. Quito el sonido del móvil cuando entro a una librería, un ratito de paz, de recogimiento, de disfrute. Espero que pronto vuelvan también esos momentos.