Estoy que no quepo en mí de gozo. He encontrado un bar con el precio del café expreso más barato que la tarifa estándar generalizada en la ciudad. Sí, ya sé lo que parece. Supongo que pensarán que es de necios alegrarse por tal nimiedad. Y puede que tengan razón. No se lo voy a discutir. Lo que ocurre es que, cuando uno se esfuerza por degustar los buenos momentos de la vida, no me creo capaz de encontrar algo mejor que una tacita casi hirviendo de agua filtrada a un precio que no implique hipotecar un riñón para hacer frente al potosí que se pide detrás de la barra. Sobre todo, si se tiene en cuenta que en la consumición de marras es imposible sumergir ni siquiera media cucharita del ajuar de la Señorita Pepis. Entiendo que mantener cada negocio de hostelería supone guerrear en una batalla diaria en la que es necesario negociar cada céntimo para poder seguir con la persiana levantada. Lo que ocurre es que me da al hocico que voy a ser más feliz si reduzco al máximo el número de ocasiones en las que me toman el pelo (figuradamente, claro) si es que me apetece darle al pimple. En fin, supongo que en la vida a veces toca pagar a justos por pecadores, pero de tanto pagar, el monedero corre el riesgo de quedarse más tieso que la mojama.