a reciente y sistemática sucesión de incidentes violentos en las que se están viendo inmersos jóvenes en Euskadi y el Estado demanda una reflexión sincera y no manipuladora. Agresiones grupales de diversa motivación -y ninguna justificación-, agresiones homófobas, machistas, racistas. Las últimas semanas han sido pródigas en ejemplos y nos sitúan ante una brutalidad de la que el grave suceso de Amorebieta no es sino uno más de una conducta execrable contra la que la sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse. Son los valores de convivencia, respeto y protección del débil los que deben prevalecer sobre consideraciones genéricas que atenúan muchas veces la contundencia de la respuesta colectiva. Los mecanismos de los que una sociedad democrática e igualitaria se ha dotado para proteger su estabilidad -también los policiales y judiciales- deben ser eficientes pero también deben estar protegidos del debate partidista. En ese sentido, es muy lamentable el tono de las consideraciones de determinados perfiles políticos en relación al uso de la libertad individual y a su restricción. La comprensión con la que algunas voces acogen las reacciones violentas cuando están dirigidas a miembros de la autoridad o la displicencia con la que se despachan agresiones verbales son condimentos también para reforzar la percepción de impunidad de una cierta cultura violenta que debemos ser capaces de acotar y extirpar. El recurso a la agresión es un fenómeno difícil de entender y conocerlo es necesario. Pero nunca exculparlo con el buenismo de sistematizar que el violento también es una víctima, cuando su condición principal no es tanto la segunda como la primera. La abrumadora mayoría de la sociedad vasca, y la juventud no es excepción, condena estas actitudes. Evidenciar ese rechazo y combatirlo con las armas de la democracia no equivale a criminalizar a un colectivo. Bien al contrario, permite liberarlo de los factores que lo contaminan. La apelación a una educación en el respeto y la igualdad es tan imprescindible como la responsabilidad colectiva y la individual de los entornos familiares y sociales. Los autores de un crimen, como sus víctimas, también son hijos de alguien y el amparo que reciben en ocasiones sus acciones con la pretensión de contextualizarlas tiene un coste en los derechos y libertades de otros.