as fronteras son barreras que vemos siempre lejanas. Instalados en nuestros hogares pontificamos sobre los problemas que crean desde la seguridad que nos dan. Quien más quien menos siente simpatía y hasta un cariño cercano a la pena ante esta marea de congéneres que luchan contra mares, ríos y alambradas por superar esas líneas artificiales que la humanidad se empeña en trasladar de los mapas a las praderas. La arena es del mismo color en todo el planeta, y también la hierba. No hay países salmón, ni cian, ni verdes, ni violetas. Es la misma tierra y somos la misma gente, diversa en lenguas y en pieles, pero gente, sin más. Bien sabemos lo que son las aduanas y las fronteras.

Las tuvimos aquí mismo hasta no hace muchos años, pero parece que pronto lo olvidamos. Porque ahora que las vemos en papeles o pantallas nos creemos a resguardo de esos problemas hasta que de pronto se nos acercan y, visto lo visto, me da que no lo llevamos tan bien como pensamos. Un día cualquiera cazas al vuelo una frase salida de boca de un estudiante universitario con pinta de rebelde: Yo montaba un par de ametralladoras y se acabó el problema. Al otro te enteras de que en el bar junto a tu casa una clienta le espeta a una chiquilla hija de saharauis que no es de aquí, que su color de piel lo dice a las claras, haya nacido donde haya nacido. Ves a menudo esas miradas que se escapan en la calle o en los autobuses cuando entran colores y ropas que son de fuera, y ya en consultorios médicos y oficinas de empleo ni te cuento, un nos van a acabar echando, resuena en los caucásicos cerebros. Las fronteras, a fuerza de pintarlas, se han hecho ciertas. Han dejado de ser rayas en el papel para convertirse en abismos mentales. Ya no son materia de estudio de la geografía política sino de la psicología social, no son algo lejano, están aquí, en nuestra cabeza.