ran las once y media de la noche, y aquella caña le estaba sabiendo a gloria. Miró a un lado y a otro del bareto, contemplando a la clientela con el mismo sentimiento de pertenencia y afecto que destila el cofrade de un clan engrasado con la alegría colectiva. Horacio siempre había sido un ave nocturna, un búho que desarrolla una mirada más abierta cuanto más se cierra la jornada y se adentra en las horas brujas. Y el retraso del persianazo en la hostelería, aunque insuficiente y pacato, le colmaba de felicidad.

También la aparición de un sol generoso los últimos días había transformado el espíritu de un tipo que vio la luz hace muchos veranos y sentía que estas latitudes septentrionales cada vez se le atragantaban más en el metabolismo y en el alma. Pero la nocturnidad es la nocturnidad, y con alevosía disfrutaba de esos instantes de calma y buena conversación en un garito de la capital alavesa.

La charleta con Zapa versaba sobre si el corte del tránsito del tranvía estaba justificado día tras día por el recorrido de manifestaciones por General Álava. La colisión de derechos era obvia, como ocurría en aquellos viejos problemas de matemáticas en que dos trenes discurrían por la misma vía en sentidos opuestos. En su época, Horacio siempre había reflexionado que era más importante cuantificar el número de víctimas de semejante catástrofe que calcular fríamente la hora del impacto... Hoy tenía claro que urgía desviar las manifas por la calle Postas.

Tras varios tragos el debate derivó hacia el asunto de los indultos del procés. Y allí aparecieron fulanos de calaña contrastada como el golpista Alfonso Armada, los poceros de cloaca Vera y Barrionuevo, el juez prevaricador Gómez de Liaño, además de banqueros y militares con curriculum delictivo.

El camarero les miró con cara comprensiva e hizo un amago de bajar las luces, por lo que decidieron plegar velas y convertirse en calabazas fuera del garito.