os bomberos, la policía y los cuerpos de seguridad se han convertido en mi casa en un elemento de admiración y temor a partes iguales. Lamento que quienes luchan para extinguir incendios, entre otras importantes labores, también sean objeto del pavor infantil. No es nada personal, sino fruto del batiburrillo mental típico de unos niños que creen que todo lo que lleva uniforme les puede detener y salvar al mismo tiempo. Tampoco nosotros hemos fomentado este binomio amor-temor ni tenemos cerca a muchas personas que se dediquen a estos menesteres. Pero mis hijos han visto numerosas patrullas por la calle en estos últimos meses y su universo mental se construye y organiza en mundos imaginarios de lo más insospechados. Influirá también que algunos de los agentes se hayan parado para charlar con ellos, preguntarles a dónde van, incluso mostrarles el interior de su furgoneta, ante dos pares de ojos como platos que no podían con tanta emoción e información a la vez. Así que casi a diario cae en nuestras conversaciones matutinas preguntas del tipo: “¿Y si viene un policía y no tienes la mascarilla puesta porque la llevas en el bolsillo y te multa?” O: “¿Y si viene el policía y te va a multar pero no tiene mascarilla?” Claros ejemplos del cacao mental que tenemos. El otro día, leyendo uno de sus cuentos favoritos, volvimos a ver a un caco que les fascina. Durante varias páginas merodea por las calles de un pueblo con nocturnidad y alevosía hasta que es pillado in fraganti intentando robar en una librería. El típico caco intelectual. Los policías, ataviados con pantalones bombachos, le esposan y le trasladan en el coche patrulla hasta la comisaría. Lo alucinante del asunto es que, en vez de interpretar que al ladrón le llevan al calabozo por pillarle con las manos en la masa, mis txikis creen que lo encierran por no llevar mascarilla. Menudo lío.