ú sí me gustas a mí y yo no te gusto a ti”. Esto es lo que mi hijo de tres años y medio (sin cumplir) me dijo el otro día cuando le solté una filípica por hacer algo que no debía y que sabía que no podía hacer porque llevaba ya un buen rato diciéndole (por favor cariño) que no lo hiciera. Lo que hizo es lo de menos. Lo de más es el aplomo con el que pronunció aquellas palabras mirándome a los ojos cuando me senté con él a analizar la situación. A lo largo del día yo hablo más que un predicador. Algún grito se me escapa de vez en cuando porque soy humana (menos mal) pero creo firmemente que hablando se entiende la gente, una estrategia que a mí también me funciona con la gente menuda. Lo que pasa es que a nadie nos gusta que nos digan lo que no queremos oír. Y a la chiquillería le suele molestar bastante que le pongas límites y, sobre todo, que los respetes escrupulosamente. Mi hijo llevó aquel límite al terreno del amor materno filial y yo, después de reponerme del soponcio por la carga de la frase y de aguantarme una carcajada por la ocurrencia, no tuve más remedio que contestarle: “pues va a ser que me gustas siempre, también cuando haces algo que te he pedido por favor que no hagas”. Poner límites es una de las tareas educativas más complicadas. ¿Cuántos? ¿Cómo? ¿En qué situaciones? La misma palabra ya es peliaguda. Así que cada vez que ponemos un límite explico su contenido y razones en lenguaje infantil para evitar aquel manido e inservible “porque lo digo yo” que cuando era una cría me sacaba de quicio. Esto me convierte en oradora profesional y me lleva más tiempo a lo largo del día que unas negociaciones de paz. Pero duermo mejor sabiendo que, al menos, he intentado hacer las cosas de otra manera. Y funciona. Después de mi respuesta mi retoño me miró y me dijo “pues entonces, si nos gustamos, vamos a jugar”. Y así es la vida.