Como en cada Día Internacional de la Mujer, un 8 de marzo es marco de reflexión no exenta de dudas. A un período de incuestionable compromiso con la reivindicación de los derechos y la igualdad de la mujer en nuestras sociedades ha seguido una corriente que cuestiona sus límites y objetivos y que está calando en parte de la población, también de la más juvenil. Antes de aterrizar en un debate ideológico es preciso enmarcarlo en hechos que aportan elementos objetivables y, en demasiadas ocasiones, preocupantes. El resumen es sencillo: la estadística, la demoscopia y la praxis en instituciones que sustentan el Estado de Derecho hablan de una persistente desigualdad que lastra al género femenino. Podemos perdernos en debatir factores ajenos a la propia condición femenina como coadyuvantes a una situación de desigualdad pero los hechos son incontestables. Así, en el ámbito laboral, los salarios medios de las mujeres en iguales desempeños siguen siendo menores; las profesiones más feminizadas tienen rendimientos económicos también más bajos; los perfiles con mayor dificultad económica –umbral de pobreza, necesidad de ayudas sociales...–, problemas para acceder a servicios básicos como vivienda, sanidad, etc, son también de mujeres. La posición social de la mujer, con haber mejorado, sigue mostrando ejemplos de discriminación, las mantiene en situación de debilidad y las victimiza, siendo objeto de violencia. La percepción social de su situación ofrece mensajes contradictorios que, a la vez que registra una concienciación, al menos verbalizada, sobre la necesidad de igualdad de derechos, se cuestionan las medidas que permiten alcanzarla. Hay, además, un preocupante fenómeno de permeabilidad de las opiniones entre los más jóvenes –especialmente entre ellos– que absorben enfoques machistas disfrazados de supuesta reivindicación de la masculinidad y señalamiento del feminismo como un factor de conflicto. A todo ello se suma una pugna ideológica por el control de las instituciones democráticas –incluida la judicatura– que, cuando cae del lado de los discursos más a la derecha, se traduce en suspensión de políticas de igualdad. Esa nueva ‘modernidad’ hace imprescindible el aspecto más militante del 8-M, que no apela solo a esa mitad de género femenino de nuestra sociedad.
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