Fue de esta misma manera como titulé mi columna del 10 de octubre del pasado año, tres días después del sorpresivo y sanguinario inicio del último capítulo del conflicto árabe-israelí. Ya perdonarán que me autocite: “…los ataques de estos días en poco van a ayudar a mejorar la situación de una población al límite, aunque eso ya lo sabían los dirigentes de Hamás cuando, en busca de no sé qué ventaja estratégica en el tablero árabe, se embarcaron en esta delirante ofensiva. Si Gaza era ya un lugar difícilmente habitable, la venganza israelí lo va a convertir en un puro infierno”.
Está claro que me quedé corto en la previsión del espanto. La represalia masiva del Estado judío por la humillante ofensiva del 7 de octubre no solo ha desencadenado una implacable carnicería que todavía continúa en el estrecho territorio de la Franja, sino que está ya provocando un escenario sangrientamente parecido en el Líbano, en vísperas de una ampliación del conflicto que puede llegar a tener incidencia planetaria. Nada de eso estaría ocurriendo sin la complicidad de Estados Unidos, sobre todo, pero también sin la inacción europea.
No hace mucho preguntaba un periodista a Josep Borrell, el jefe de la diplomacia comunitaria, por qué la UE no había aplicado a Israel por la masacre gazatí parecidas sanciones a las impuestas a Rusia por su ataque a Ucrania. El político catalán salía por peteneras, balbuceando algo tan obvio como que no son los mismos casos.
Ahora que a Netanyahu no lo para ni Cristo que lo fundó, Occidente anda preocupado por las consecuencias que un ataque israelí a Irán pueda tener en el abastecimiento petrolífero mundial. El maldito petróleo, lo único que realmente importa. Lo siento, pero a nosotros también nos va a tocar. Ojalá que solo sea en el bolsillo.