El Gobierno español aprobó la semana pasada el pomposamente denominado Plan de Acción para la Democracia, compuesto de 31 medidas con las que el Ejecutivo pretende, según su propia explicación, lograr una “regeneración” y ampliar y mejorar la calidad de la información gubernamental, fortalecer la transparencia, pluralidad y responsabilidad del “ecosistema informativo” y reforzar la trasparencia del poder legislativo y del sistema electoral. El plan deriva del anuncio realizado en abril por el presidente, Pedro Sánchez, tras sus cinco días de retiro en los que dejó al país en vilo esperando su decisión de dimitir o no después de la imputación a su esposa, Begoña Gómez. Según anunció entonces el líder socialista, era necesaria una regeneración democrática y plantar una batalla contra “la máquina del fango”, fundamentalmente, la desinformación y los bulos. Analizado el plan, que se había anunciado como muy ambicioso, puede decirse que, una vez más y si el posterior trámite parlamentario tras las necesarias negociaciones no lo remedia, la montaña ha parido un ratón. La hoja de ruta del plan prevé, por ejemplo, la creación de un registro de medios de comunicación con el fin de conocer quiénes son sus propietarios y la publicidad que reciben, así como perseguir la desinformación con reformas legales. Muchas de las medidas planteadas o bien están incluidas ya en el reglamento comunitario aprobado en mayo por el Parlamento Europeo –y que por tanto deben ser obligatoriamente transpuestas a la legislación del Estado–, o son excesivamente inconcretas o de eficacia muy limitada y algunas –como las acciones de control sobre la prensa–, derivan en un estéril foco sobre los medios de comunicación, que lo que precisan es de garantías frente a la competencia desleal de los gestores del negocio digital y los difundidores de bulos. El plan no ha sido ni negociado ni consensuado con los partidos que apoyan al Gobierno Sánchez, que mantiene su estrategia de actuar de forma unilateral. La necesaria regeneración real debe comenzar por el propio Ejecutivo, que no puede seguir dando pasos atrás en la transparencia ni en las negociaciones y preacuerdos alcanzados en asuntos clave como la reforma de la ley mordaza –que el plan matiza de una forma muy limitada– y la ley de secretos oficiales franquista aún en vigor, denunciada incluso por la ONU.