Posiblemente sea septiembre el mejor momento para valorar el verano y sus vacaciones una vez que la rutina se instala para muchos meses. No es ya agosto el que marca el parón para muchos. Son más bien los vuelos low cost que buscan el lugar más lejano (y abarrotado) que se pueda conseguir. Es el operador de viajes el que marca principios y finales del descanso. Algunos, cuando vuelven agotados, dicen que necesitarían unas vacaciones de esas vacaciones. Como decía mi tía: “el que no tiene problemas se los inventa”.
Por mi parte, heredero de otros agostos de “cerrado por vacaciones” o el ferragosto italiano, me gusta sacralizar ese tiempo con sus ritos propios aunque sea solo por unos días (dado que un agosto al completo en modo off ya no se contempla). Camisetas imposibles en otro momento, pantalón corto para ir a hacer la compra, mirar como un bobo/a si las peras del árbol han crecido algo en los últimos dos días, empezar el libro pendiente…
Y sigo: reuniones y comidas debajo de la acacia con la familia y los amigos. Esa acacia que por fin da buena sombra y donde un nido de avispas del tamaño de helicópteros han encontrado acomodo y sobrevuelan amenazantes. Me vienen a la cabeza los aviones de guerra que de repente se lanzan en picado a hacer el destrozo que puedan. Me tengo que poner con eso, salvo que pueda resolver el tema con ellas por la vía del diálogo.
Esas comidas, en donde reloj y móvil quedan por ahí perdidos, donde se hace sentir bien al cocinero/a, se habla de lo ocurrido durante todo un año (es curioso el poco tiempo que merece todo un año de ciudad, lo rápido que se despacha, y sin embargo, el tiempo que se dedica al corte del seto, a la cola en la carnicería y el grupo que viene a tocar en las fiestas del pueblo).
Es el tiempo de chiste en el aperitivo, la charla ligera en la comida, el sopor en los postres para un renacimiento posterior con los cafés y licores.
Aquí es donde, ignorando de dónde venimos y hacia dónde vamos a volver al cabo de apenas un par de semanas, es cuando se habla del sentido de la vida, de la “descansada vida”, del “yo sería más feliz si…”. Y llega el tema inevitable de la libertad, el gran clásico de esas tertulias. Y los intentos de definirla, hasta que mejor dejarlo.
Según la edad, según la vida y según los golpes que nos hayamos llevado es una cosa u otra. De chaval, la libertad era lo más parecido a soñar que entrábamos en la viñeta del cómic o del tebeo que estábamos leyendo, meter cuatro espadazos y salir corriendo con los compañeros liberados. O lo mismo disparando con mi pistola desde una esquina y el mismo final con el grupo. La gran evasión que suponía el imaginar salir de aquella –bendita– vida tan convencional y predecible durante un rato.
Mas adelante, la libertad era llegar a casa cuando uno quisiera sin tener que reportar.
Años más tarde, la libertad fue soñar con conducir un descapotable o una moto por el sur de California. A ser posible por la carretera que aparece en todas las películas.
Como algunos sueños se hacen realidad llegó ese momento. Pero, ¡oh fatalidad!: el sol achicharra, el que va cerrado en su coche con el aire acondicionado te mira y sabes lo que piensa.
Y llegamos a estos tiempos (y edad) en los que vivimos con tanta libertad como descreimiento en ella. Hasta bajamos la voz cuando hablamos, en libertad, de ciertos temas.
En una de estas charlas de verano, con esto de la libertad flotando en el ambiente a alguien le brotó: “mira, por simplificar, yo lo que quiero es no tener angustia”.
Escritor