Un gran currículo académico no evita el que las miserias humanas cerriles florezcan recurrentemente resaltando odios e inquinas. Este es el caso del abogado, escritor e historiador navarro Jaime Ignacio Del Burgo, quien, argumentando en el periódico Diario de Navarra, en contestación a un artículo previo, que las fuerzas políticas republicanas de izquierda en la Guerra Civil cometieron numerosas tropelías y acciones contrarias a los derechos humanos (argumento validado historiográficamente), se permite la “dejada al ancho” de calificar de “irrelevante” la labor del abertzale navarro del PNV Manuel Irujo Ollo en los gobiernos republicanos de Largo Caballero primero y Negrín después.
Conocida es la querencia del señor Del Burgo contra todo lo que signifique euskaldun (esencia misma de Navarra) y el nacionalismo vasco, pero de ahí a menospreciar de esta manera a uno de los grandes prohombres de la política navarra del pasado siglo (homenajeado por todas las instituciones del Viejo Reyno a su regreso de 40 años de exilio en 1977), va un trecho. Un trecho que sólo puede recorrerse desde la militante negación de lo más evidente.
El 31 de marzo de 1936, Irujo escribió Sin novedad en el frente, un breve artículo en el diario El Día de San Sebastián que, rememoraba el título de la obra del alemán Erich María Remarque que narra los sufrimientos padecidos en primera persona en la I Guerra Mundial. En el mencionado texto, el abertzale estellés cargaba contra las izquierdas gobernantes por, entre otras cosas, “quemar iglesias, conventos, casas particulares y archivos del Juzgado” y porque “después de deshonrar a las hijas y a las esposas son paseadas en pica las cabezas de sus maridos y padres por oponerse al regocijo”. Igualmente, denunciaba a las derechas por la utilización político-electoral que hicieron sobre los trágicos hechos acaecidos en 1933 en la aldea gaditana de Casas Viejas (“pasearon por toda la Península los cadáveres para derribar al Gobierno”) donde un grupo de anarquistas y sus familias fueron asesinados por las fuerzas del “orden” del Gobierno de Manuel Azaña; hechos éstos donde el ejecutivo republicano “fue más allá de los límites que la coacción jurídica deja al Estado civilizado”.
El entonces diputado guipuzcoano Irujo, situándose ya entonces en la centralidad del pensamiento humanista defensor a ultranza de todos los derechos humanos, exclamó con amarga ironía: “¡No hay novedad en el frente!”.
Ya antes de ser ministro de la II República española, Manuel Irujo demostró en el verano trágico de 1936 su compromiso inexpugnable por la libertad y la causa democrática consiguiendo, junto con otros compañeros diputados en Cortes, la rendición incruenta de los sublevados en el donostiarra cuartel de Loyola, logro éste que supuso un claro perjuicio a los planes invasores del general Mola en territorio vasco.
El 25 de septiembre de 1936, Irujo aceptó el cargo de ministro sin cartera en el gobierno de concentración de Francisco Largo Caballero en septiembre de 1936, “por solidaridad con los pueblos y los hombres que en el resto de la Península ofrecen su vida cada día por un régimen de libertad, democracia política y justicia social al cual nosotros, cristianos y vascos, aportamos un concurso que es obligada consecuencia de nuestros principios”. A partir de entonces, su labor se centró en fortalecer los frentes de combate para lograr la victoria y la paz y en humanizar la guerra “garantizando la asistencia y la vida al prisionero, que le libre de la venganza y el desquite; cada atentado contra la vida ajena es más pernicioso que una derrota: más se pierde con un crimen que con una batalla”.
Y en la consecución de este loable objetivo se afanó denodadamente, no sin encontrar serias dificultades en su propio gabinete, tal como se desprende de una carta que envió al lehendakari Agirre el 13 de diciembre de 1936: “Hay que permitir que se siga asesinando ciudadanos en la retaguardia y asaltando propiedades. Esta es la revolución amparada por el Gobierno. En cuanto se bosqueja un gesto de humanización o un avance federal, el Gobierno invoca la Constitución y las leyes”.
La terquedad navarra de Irujo, su catolicismo a machamartillo, su humanismo íntegro e integral y su convicción profunda en los conceptos de paz y reconciliación se mantuvieron incólumes en toda su trayectoria ministerial, también en los posteriores gobiernos del también socialista Juan Negrín, propiciando una pionera política de canjes de prisioneros, de dignificación del régimen penitenciario, de prohibición de las checas y expulsión de los comisarios políticos de las cárceles, de finalización de la dramática costumbre de los “paseos”, de rescate de niños, de salvación de infinidad de vidas de religiosos (los obispos Eguino y Gandasegui) y laicos (el requeté navarro José Iribarren) que configurarían una particular Lista de Schindler de la Guerra Civil.
Si esto fuera poco, transformó un sistema de justicia arbitrario y dictatorial, en un modelo garantista y plenamente ajustado a derecho, bregó incluso contra la propia jerarquía eclesiástica para lograr la plena libertad de cultos (privados y públicos, católicos y protestantes) en territorio republicano y situó a la intelectualidad católica francesa (Mauriac, Maritain, Sagnier, Mounier) en posiciones de rechazo al falso cristianismo de Franco; propició el acercamiento entre el Vaticano y el Gobierno español, tratando de legitimar internacionalmente al régimen democrático republicano. Su definitiva salida del gobierno, por su negativa tajante a aplicar torturas y a auspiciar fusilamientos “que facilitaran la victoria bélica”, propició que su competencia gubernamental a la hora de redactar los informes sobre posibles sentencias de muerte quedara desierta lo que quiso decir que se acababa definitivamente con el tema de los fusilamientos indiscriminados. Su abandono del Gobierno también logró resultados en una cuestión sobre la que había trabajado mucho. Aquel mes de agosto de 1938, comenzaban a aparecer en prensa esquelas que incorporaban la imagen de la cruz y frases del tipo “ha muerto cristianamente” (posibilidad negada hasta entonces por el izquierdismo republicano).
Pudiera ser que a pesar de todo lo antedicho, el primeramente socialdemócrata, seguidamente democristiano y después quién sabe qué…. pero siempre antieuskaldun Jaime Ignacio Del Burgo, siga creyendo que la actuación de Irujo fuera irrelevante. A menudo lo falsario está unido a la contumacia. Por mi parte, yo me quedo con la semblanza que le hizo el insigne historiador (éste sí lo es) Manuel Tuñón de Lara en referencia al contexto de los primeros compases de la Guerra Civil: “Hay los que no vacilan, como es Irujo, el primero. No sólo no vacila, sino que Irujo es un hombre clave cara a toda Euskadi, y en Donostia salva la situación. En fin, es un hombre fundamental, y con él la serie de personas que podríamos llamar más avanzadas del nacionalismo”.
Doctor en Historia