Cuando mis hijas se ponen en serio con algo, cuidado. Puede que no hayan interiorizado las rutinas diarias, que tenemos que repetirles una y otra vez, tanto que estamos por grabarnos y poner la cinta directamente (sí, en casette, que somos de las de antes) para ahorrarnos las peroratas de viva voz. Sin embargo, chascarrillos familiares aparte, es indudablemente loable su capacidad infantil de concentrarse en algo y llevarlo a cabo con seriedad máxima hasta su conclusión. Mientras yo debo pelearme con los cientos de monos que bailan en mi cabeza a lo Reina Roja a la hora de concentrarme, nuestras criaturas se encierran en su habitación y en su mundo, con una destreza de aislamiento que para sí la quisieran sesudas científicas. Su último proyecto es un Museo Ninja. No sólo han elaborado los elementos de la exposición, sino que ellas y sus colegas ya se han repartido los papeles necesarios para la apertura. La guardiana del museo, la vendedora de entradas, la responsable de las visitas guiadas y quienes harán las demostraciones en vivo de las distintas tácticas ninja de lucha o sigilosidad. Siendo nosotras adultas nada amigas de la violencia pero asumida la atracción que ésta provoca en la infancia, este proyecto tan bien estructurado nos ha dejado sin argumentos para censurarlo. Ya nos gustaría tener nuestro trabajo (y nuestra vida) tan bien organizada que no dejara resquicios al estrés de la improvisación salvo para el tiempo de ocio, donde la sorpresa repentina siempre da mucha vidilla. Ya me gustaría dejarme llevar de forma tan natural por los designios de la concentración. Y ya quisiera yo disfrutar tanto de la satisfacción de mi propio esfuerzo, en vez de tener esta manía adulta de juzgarte o ponerte peros, incluso cuando sabes que lo has dado todo. Si hay alguna interesada, inauguración del museo en la ikastola. Atentas, que las entradas vuelan.
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