Salimos del médico y mi hija me pregunta cuál es el verdadero objetivo de que le hayan auscultado: ¿Lo hacen para comprobar que no eres un robot?, me pregunta. Me río de la ocurrencia, pero, acto seguido, siento una envidia terrible por la capacidad que tiene de imaginar más allá de la realidad, de salirse del marco a veces tan estrecho del “sentido común”, de dibujar saliéndose de la raya. Le respondo que no lo había pensado nunca pero que igual tiene razón y es la manera de ir controlando que no se infiltren entre la ciudadanía robots creados por inteligencia artificial. Y nos vamos para casa las dos, mirando sospechosamente a las personas con las que nos cruzamos. ¿Será humano? ¿Será un robot?

La sospecha de mi hija me ha recordado a la idea que tenía la hija de una amiga sobre cómo viajaban las maletas a su destino cuando volamos en avión. La niña preguntó a su madre un día cómo era posible que las maletas llegaran al mismo tiempo que el avión a su destino viajando en esas cintas transportadoras. Y es que creía que el avión iba por un lado y que, por otro, había autopistas de cintas transportadoras que iban llevando las maletas de la gente de un lado al otro del planeta.

Y otra vez, envidio esa mirada amplia de la infancia. Esa capacidad de salirse del encajonamiento mental en el que vamos entrando las personas adultas, cada vez más capada nuestra capacidad de imaginar, cada vez menos capaces de salirnos de la raya, de pensar desde otro lugar. Y me pregunto ¿cuándo perdemos esa capacidad de ampliar nuestra mirada más allá de lo establecido, de lo racional, de lo lógico? Porque pensar como adultos nos limita mucho en nuestros objetivos, en nuestra capacidad de innovar, de aportar algo nuevo para mejorar nuestras vidas y la sociedad en su conjunto. Porque es imposible construir un mundo nuevo, mejor al actual, si antes no lo imaginamos sin limitaciones, sin salirnos del marco.