Vaya la que se montó en Brasil con el asalto al Congreso por parte de los seguidores de Bolsonaro. Una copia exacta de lo que ocurrió en el Capitolio de Estados Unidos dos años antes. Así somos los humanos: imitamos lo que vemos. En este caso, se trata de repetir hechos… que no llevan a nada bueno y que, además, consiguen lo contrario de lo que se proponen: legitiman al rival que no reconocen como presidente del gobierno, sea este Lula da Silva o Joe Biden.

Desde que nacemos, de forma consciente o inconsciente, tendemos a valorar los pros y contras de cualquier tipo de decisión. Un bebé llora para lograr una caricia o simplemente llamar la atención. La mayor parte de las veces le merece la pena. Un adulto que decide estudiar un grado pese a tener una oferta de trabajo sopesa sus beneficios como aprender más y tener mejores expectativas futuras y los costes, ya que deberá pagar una matrícula, realizar un esfuerzo y renunciar a unos ingresos presentes. Incluso de manera inconsciente funcionamos así: ante un ruido extraño tendemos a reaccionar de forma exagerada, ya que podemos estar ante un grave peligro que desconocemos. Sí, también a veces actuamos de forma desastrosa, sobre todo si nos dejamos arrastrar por nuestras emociones más negativas y hacemos algo de lo que nos arrepentimos durante mucho tiempo. En este caso, sólo cabe recomendar un consejo: “no tomes decisiones temporales basadas en emociones temporales”.

Ahora bien, ¿qué sentido tiene ir a montar un pitote al parlamento sabiendo que con toda seguridad nos van a castigar y no vamos a lograr nuestro objetivo? Meditemos un poco: hace años, cuando un militar realizaba un golpe de Estado se arriesgaba tanto que incluso podía perder la su vida o en su defecto, pasar una multitud de años en la cárcel. Pero el premio le merecía la pena: gobernar, precisamente, de por vida (bueno, siempre existe el riesgo de recibir otro golpe). En todo caso y volviendo a la pregunta que abre el párrafo, ¿por qué demonios hacen eso?

Es divertido hacerse un selfie con los pies encima de la mesa donde se sienta, por ejemplo, el presidente del Gobierno. Más divertido es mandarlo a los amigos y que nos contesten con likes. Muchos likes. ¿Y qué? El resultado no merece la pena. Claro que muchas veces ha existido algún cerebro pensante que se ha dedicado a calentar las cabezas de quienes protagonizan el asalto y espera obtener así influencia futura. Ahora bien, dicho cerebro no admitirá jamás que se dedica a coger las nueces del árbol que movieron los demás; al fin y al cabo así perdería su negocio.

Además de todo eso, esta historia enseña que el reconocimiento de los demás importa. En algo hemos avanzado: no vale de mucho gobernar un país si gran parte de su sociedad (incluidos simpatizantes de nuestras ideas) y la inmensidad del resto del mundo no lo reconoce. Este matiz no es menor: desincentiva asonadas que podrían darse y quedan sin efecto. Hay una triste excepción: tener armamento nuclear. Decía el gran Miguel Ángel Buonarroti que lo malo de tener un objetivo es lograrlo. La frase tiene lógica en el sentido de que podemos dormirnos en los laureles y sentir poca motivación para realizar otro tipo de actividades. No obstante, está demostrado que necesitamos pequeñas metas, estímulos que nos den la energía y el entusiasmo que demasiadas veces descargamos en esas pantallas que nos dejan atontados y abducidos.

Por desgracia, existen dos tipos de planteamientos que nos aportan, en términos emocionales, calorías vacías. Unos son los que hacemos por el hecho de “tirarnos el rollo”. Actividades que realizamos sin ganas pero se hacen o bien para presumir o bien por el qué dirán. Sirve como ejemplo acudir a un espectáculo o evento social sin ninguna gana de hacerlo. Otros son los que hacemos de forma espontánea sin tener en cuenta las consecuencias de los mismos: coger el coche con alguna copa de más, una compra de una gran cantidad de dinero de manera compulsiva o unas palabras malsonantes pronunciadas de forma inadecuada. Bien pensado, las palabras malsonantes siempre se usan de forma inadecuada; son parte de nuestro “vestuario personal”.

No se trata de vivir en un mundo de racionalidad absoluta pensando de manera constante en si hacemos lo correcto o no, ya que ese es el otro extremo y no está lejos de la locura: no somos autómatas. Se trata de reflexionar un poco y tener en cuenta, cuando vayamos a realizar un acto, una compra, una inversión, un uso determinado del tiempo o una actividad no pensemos después de todo ello: lo he logrado. ¿Y qué? l

Profesor de Economía de la Conducta, UNED de Tudela