iempre quise saber cómo se mata. Llevo una buena parte de mi vida tratando de responder a esta pregunta.
¿Cómo? Sabiendo lo preciosa, lo única, lo intensa que es.
¿Cómo? Sabiendo lo que nos la vamos mereciendo cuando nos la vamos ganando.
¿Cómo? Sabiendo que cuando se mata a uno se mata a todos los que lo aman, incluidos a descendientes nacidos y por nacer.
Presentando mi novela Fantasmas de nuestra guerra, lo he preguntado a la audiencia y he recibido muchas respuestas, más de las que hubiera querido. Hemos hablado de la necesidad de cosificar y despersonalizar al otro antes de matar a una piltrafa. Hemos hablado de las identidades que se crean poniendo fronteras a un enemigo que está al otro lado y que comenzamos por sentir secretamente como inferior a nosotros. Hemos hablado de humillaciones a nuestros ancestros que necesitan venganza para restaurar la dignidad.
Hemos hablado de muchas cosas, pero cuando veo en la prensa a ese ucraniano con abrigo crema, atadas las manos a la espalda con una tela blanca, ejecutado, todas las respuestas se me vienen abajo una vez más. Rusos y ucranianos comparten idioma en buena parte, no hay diferencias raciales ni religiosas. Han sido un mismo país durante mucho tiempo. No encuentro raíces históricas que faciliten un estereotipo que hubieran ido cociendo en la sociedad antes de explotar. (Todo ello redondeado algunas cuestiones históricas terribles durante el estalinismo).
Leo en la prensa: “Rusos, asesinos insaciables”. Me rescato de ese estereotipo recordando haber leído que, en muchos casos, son chavales de veinte años que ni sabían a dónde iban.
No me creo que los soldados rusos que asesinan (decir ejecutan no me parece justo) lo estén haciendo como parte de una estrategia de sembrar el terror. Leo en un periódico nacional que las conversaciones escuchadas acerca de la frialdad con que hablan los soldados rusos de sus asesinatos demuestra que están siguiendo conscientemente esa estrategia. Una cosa no se desprende de la otra. Además, no hace falta que así se organice.
Debe de haber otra razón por la cual estamos viviendo tantas muertes inexplicables. La única respuesta que encuentro es la dinámica que provoca la situación de guerra. Mete a un soldado en un tanque, mándalo a jugarse la vida por las calles de Kiev y ya has puesto las reglas de juego que van a desencadenar la brutalidad de toda guerra. El miedo a morir, la culpa por matar son dos venenos que nos intoxicarían a cualquiera. Ellos necesitan despersonalizar al asesinado, matar para ver la muerte en el otro, violar para empequeñecer al enemigo y si te descuidas, para poner vida contra la muerte. Seguir matando para demostrarse que no fué una animalada la anterior, que otros lo hagan para generalizarlo y justificarlo. Vengar a los compañeros muertos.
Cuando llega la guerra, el juego de la brutalidad ya estaba montado. Cuando alguien dispara una pistola, ya hubo quien la inventó, la patentó, la construyó, la hizo legal y la vendió.
La elusión de responsabilidades es perfecta: los soldados solo cumplen órdenes, los gobernantes solo mueven muñequitos sobre un enorme mapa a escala.
Ahora ya sabemos que los soldados desarrollan estrés postraumático, que esa frialdad ejecutora no lo es a nivel profundo y arrasa su vida emocional. Que llamarles héroes puede ser una forma de callar su sufrimiento o de rescatarles de lo que hicieron. Y esto nos vale para todos: exmiembros de ETA, los fascistas, los excombatientes de Vietnam.
Siempre quise saber por qué se mata. Tardé algunos años en entender el porqué de ese interés: asesinaron a mi abuelo en nuestra terrible Guerra Civil. Sí, una buena parte de nuestro país está refrescando ese trauma que vamos tratando de curar a nivel personal, familiar y social. Sí: Gernika. Paracuellos, todo.
El precio fue demasiado caro como para no aprender de ello. * Psiquiatra