uerer es poder” fue durante muchos años mi lema de vida. Incluso lo llevaba grabado en un anillo. Han pasado los años y todo lo que quieres no puedes conseguirlo. Si quieres, puedes, te deja deprimida. Estos días he leído un artículo interesante en una revista femenina. No viene a cuento repetirlo, pero la esencia es esa frustración que te queda en el no llegar. San Agustín -me sorprende que le cite tanto con lo machista que era- habla con Dios y le dice: “Me has hecho de tierra y de una tierra difícil de cultivar”. Cierto, y pese a la aridez del terreno, nos esforzamos; plantamos flores, regamos los tallos, pero -a pesar de quererlo-, los brotes no dependen de nosotros. Este año, los capullos de mis camelias no han florecido. Ignoro qué he hecho mal, pero están al borde de la muerte. He comprado hortensias y las miro cada despertar, temerosa de que me digan adiós sin motivo. Hablo con las flores y no me escuchan. Siguen su caprichoso ciclo vital.
El segundo de mis mantras era -digo era porque ya no es- “nunca pasa nada”. Pues también falla, porque pasan muchas cosas que no conseguimos por mucho que nos empeñemos en hacerlas posibles. En estos meses de aislamiento, hemos leído infinidad de libros de autoayuda, hemos oído podcast sobre meditación, silencio, encontrar nuestro yo dentro de nosotros mismos. Lo siento. He llegado a una conclusión. Nada sale como quieres.
Vivimos dentro de la pregunta del príncipe Hamlet: ser o no ser y, añado, ver o no ver. Los tópicos -un tópico es verdad si se repite muchas veces- se han puesto delante de mí al bajar a la calle. Todos queríamos quitarnos la mascarilla. Pero no podíamos y, ahora, que se puede no queremos. Preferimos seguir por comodidad; una especie de “deseo no recordar como se pensaba”, dice Julieta, y Romeo le responde: “En nuestro locos intentos renunciamos a lo que somos”. Y somos personas -en latín persona quiere decir mascara de teatro- que hemos recobrado nuestro rostro para quitarnos la mascara. Algo muy difícil de explicar con palabras filosóficas. Como un acertijo.
Durante dos años, hemos sido medias caras que caminaban ausentes, casi indiferentes de lo que ocurría a nuestro lado. Este largo intervalo nos ha hecho mas reservados, menos habladores y, sin duda, más guapos. La imaginación se ha ido dónde ha querido y hemos podido imaginar facciones que no existían. Leí a Paula Farias -escritora, ecologista y muchas más cosas, todas buenas-, una pregunta al aire que se quedó bailando en mi cabeza, sin ubicar el sitio oportuno: “¿Quiénes somos cuando nadie nos mira?”. Sin duda otras personas que no conocemos. Nos ha gustado ignorarnos. Antes sólo éramos ojos y ahora -sin necesidad de adivinar- vemos narices, bocas, dientes... Pienso que en este último tiempo nos hemos creído que realmente nadie nos miraba debajo de nuestra mascara y, en cierto sentido, hemos sido felices en ese anonimato publico que convertía nuestra personalidad en un si es no es sereno. Casi nos creímos guapos. En ese anonimato hemos perdido parte de educación, sociabilidad y belleza. Creo que es un defecto que se ha desarrollado, desproporcionado. Al principio de la pandemia las mascarillas se convirtieron en un nuevo objeto de coquetería. Los diseñadores pensaron en modelos que fuesen a juego con la ropa: flores, rayas, cuadros, motas... La sofisticada moda duró muy poco. No se puede respirar a través de una tela. Uniformados, hemos vuelto a las quirúrgicas que, a veces, nos hacían heriditas en la cara, nos causaban daños respiratorios, problemas oculares por no adaptarlas bien y hasta brotes de acné en la madurez.
Se terminaron las mascarillas.
Sorpresa, veo lo que no veía. Me fijo en la necesidad de dentistas que tienen un buen número de personas, en los descuidados pelos en la nariz y hasta en una sencilla depilación del bigote femenino. También he observado poblados pelos en caballeros, donde pensaba que había cuidadas barbas, cortadas oportunamente o discretos bigotes. Hay quien, llevado de una excesiva prudencia por el contagio, ha decidido -por seguridad, aseguran-, permanecer con sus mascarillas de la mañana a la noche. Son la cuadrilla de insensatos que se creen sensato por seguir cumpliendo una obligación que no obliga. Es igual que los fieles -súper convencionales- que se siguen arrodillando en la iglesia y continúan sin aceptar que el sacerdote les dé la comunión en la mano. Pueden, pero no quieren.
Si hacemos un íntimo y real examen de conciencia, podemos descubrir que hemos perdido alarmantemente belleza. Una mascarilla y un gorro con un chubasquero completaba la indumentaria invernal. Como nadie nos veía, pues nunca pasa nada.
Estamos en una primavera avanzada en la que tenemos la obligación de volver a nuestras rutinas de belleza anteriores al covid. Cuidar la piel, el corte de pelo, renovar el armario, abrir las ventanas, buscar un perfume fresco y creernos firmemente las frases que antes nos hacía creernos mejores. No es un consejo muy aleccionador, pero nos sirve. “La belleza no se mira, solo es mirada”. Dicen que la cita es de Einstein, pero hay tantas palabras y pensamientos que se le atribuyen... Al fin, un poco renqueando, volvemos al querer es poder y al nunca pasa nada. Ya ha pasado lo que tenía que pasar. * Periodista y escritora