asado un mes desde el inicio de la invasión de Ucrania, una vez más comprobamos la descomposición moral que produce la guerra: cuanto más se prolonga, más cruel se hace. La compasión por el enemigo junto con los escrúpulos acerca de los métodos utilizados para destruirlo es una de las primeras bajas del conflicto. Los bombardeos de las poblaciones de Járkov, Jerson, Mariúpol, Kiev y ahora Odesa, la destrucción sistemática de infraestructuras de escaso interés militar, la laminación de hospitales, maternidades, guarderías, no son la consecuencia de una política militar rusa ciega sino de una estrategia que busca -por paradójico que pueda parecer- la insensibilidad de la opinión pública europea y occidental pues si las catástrofes nos vuelven compasivas a las personas, las catástrofes crónicas nos acaban por volver indiferentes.

Por el momento no se observan síntomas de esa indiferencia que suele encontrar extraños aliados entre intelectuales de distinta procedencia ideológica, utópicos, sensibleros, proponentes de una “diplomacia de precisión” y pacifistas complacidos con un programa de resistencia que carece de recursos para resistir. La política de “no intervención” de las democracias occidentales que contribuyó a la derrota de los demócratas vascos y españoles frente a los franquistas cuyos aliados nazi-fascistas no tuvieron remilgos en intervenir de hoz y coz en el reñidero español, no ha sido propuesta por ningún país, salvo China.

Parece que hemos aprendido que la no intervención, el “cada uno en su casa” no nos puede impedir entrar en casa de un vecino si está a punto de matar a su hermano a hachazos. Aunque me temo que ante esta invasión Occidente no llegará a entrar en Ucrania por tierra ni a proteger sus cielos en defensa de los ucranianos. La intervención no pasará de represalias económicas contra Rusia con un efecto bumerán sobre la economía europea, ayuda armamentística, soporte diplomático y evacuación de la población civil tras la línea de fuego (recogida de refugiados). En cualquier caso, mucho más que el apoyo que los republicanos recibieron de las democracias occidentales durante la guerra civil y bastante menos de lo que los ucranianos necesitan para ganar la guerra.

Decía Napoleón que el arte de la guerra no tiene más secretos que el de ser capaces de dominar las líneas de comunicación. Cortar las líneas de comunicación del enemigo paralizando así la concentración de sus fuerzas; cerrar la línea de retirada, lo que socava su voluntad y destruye su moral; golpear sus centros neurálgicos administrativos y trastornar las comunicaciones, de modo que queden cortadas las conexiones entre centro y extremidades.

Si observamos detenidamente lo ocurrido este mes, en eso está consistiendo precisamente la estrategia del ejército ruso. Los ataques desde Bielorrusia (al norte), el avance sobre Kiev (al centro), en el Donbás (al este) y la costa del mar de Azov (Mariúpol) y ahora Crimea (al sur), dispersan las fuerzas del ejército ucraniano, cortan sus conexiones, y pretenden destruir su moral.

Pero la campaña rusa, enfocada a conducir al enemigo ucraniano a un estado de descomposición histérica, lo que los estrategas llaman “dominación rápida”, ha resultado un fracaso. El tiempo transcurrido no favorece al invasor: “Porque nunca se ha sabido de país alguno beneficiado por una guerra prolongada” (Sun Tzu, El arte de la guerra, siglo V adC.)

La moral de las tropas ucranianas es la base de la resistencia frente a un ejército tres veces superior en número, cuatro a uno en artillería remolcada, cinco a uno en carros blindados, quince a uno en aviones de ataque. Napoleón, otra vez, sostenía que la moral es a lo físico como tres a uno y las tropas rusas están comprendiendo la verdad de esa afirmación. Por eso a partir de la segunda semana de invasión comprobaron que la convergencia de fuerzas sobre la ciudad de Kiev (recuerden la columna de sesenta kilómetros de fuerzas motorizadas aproximándose a la capital) no consiguió otra cosa que estrechar el frente, lo que siempre juega a favor de la defensa pues le deja al atacante sin margen disponible para desarrollar maniobras tácticas que aflojen la resistencia de los sitiados.

Negociar desde la actual posición de inferioridad supondría una locura, por lo que resistir sería la única opción para Ucrania. Y en esa resistencia debe contribuir activamente, incluyendo la fuerza armada, la Unión Europea porque con la territorialmente insaciable Rusia espiritual eterna, que Putin pretende representar, el enfrentamiento es incurable.

El que rechaza morir a espada, a espada vive, como bien aprendieron los propios soviéticos durante la primera y segunda campaña alemana en Ucrania (1941-1942). Resulta estremecedor comprobar que las mismas ciudades de Leópolis, Kiev, Járkov, Jerson, Mariúpol, Zaporiyia, fueron escenario de guerra durante la invasión nazi, que tras los primeros éxitos llevó al general Halder a pronosticar el triunfo hitleriano “en dos semanas”. Más o menos como ahora, Putin, ese matón no combatiente, es víctima de la misma especie de ceguera interior que se da en los círculos más íntimos de los sistemas totalitarios políticos. Con el tiempo la camarilla del Kremlin comprobará que la guerra total como método y la victoria final como objetivo son conceptos desfasados. Que el rublo sigue en caída libre y con él, la moral de los rusos. Que es Moscú una ciudad donde casi todo el mundo piensa lo que sólo unos pocos valientes se atreven a decir. Que ganar la guerra es diferente a conseguir la paz.

Perseguir los crímenes de guerra cometidos por el ejército ruso y subcontratados. Proteger los cielos de Ucrania de los misiles, desplegar los buques de guerra en el mar de Azov y en el mar Negro, es una obligación ineludible y urgente de la OTAN y de la comunidad internacional. Mientras tanto, la muerte infatigable, ahora está un día entero más cerca para los ciudadanos de Mariúpol que miran al abismo a la espera de que los succione.