o todas las medidas adoptadas para luchar contra la pandemia eran necesarias en todos los sitios en el momento en que se adoptaron, pero todas ellas han sido necesarias en algún momento y en algún lugar. Sin embargo, el Tribunal Constitucional nos ha dicho (Sentencia 148/2021) que no cabe adoptar un confinamiento cuando nos encontramos tan solo en estado de alarma y que (Sentencia 183/2021) no cabe una “cogobernanza” con las Comunidades Autónomas, titulares de muchas de las competencias afectadas, o constituir a estas en “autoridades delegadas” para gestionar una situación de este tipo, ni establecer prórrogas de duración excesiva como considera que sucede con la que se extendió entre noviembre de 2020 y mayo de 2021.
Prescindiendo de que, como nos han recordado algunos juristas (entre ellos un colega de estas mismas páginas, Mikel Mancisidor) sean posibles otras interpretaciones desde la perspectiva del Derecho Internacional y de sus normas reguladoras de los derechos humanos, el hecho es que el Tribunal ha venido a refrendar lo que algunos ya habíamos anticipado, que el arsenal jurídico para enfrentarse a situaciones como la pandémica no es el más adecuado y que, en definitiva, tenemos un serio problema en relación con el mismo, problema que la inactividad del legislador transcurridos ya 2 años de covid deja, de momento, sin solución.
Tres son pues los puntos en los que lo que a las autoridades políticas les ha parecido sanitariamente conveniente tropieza con la normativa vigente según la interpretación de los ilustres magistrados, la imposibilidad por mandato constitucional de suspender derechos en estado de alarma, (si cabe, con ciertos límites, en los restantes estados excepcionales, los de excepción y sitio), la dificultad de que sean las propias instituciones titulares de las competencias las que las sigan ejerciendo en estado de alarma sin que sean usurpadas por el presidente del Gobierno y la imposibilidad de prórrogas “excesivas” del estado de alarma.
La primera de las cuestiones es jurídicamente de difícil solución. Solo una modificación de la Constitución que ni está ni se espera, o una interpretación de la misma que supere su literalidad al amparo del derecho internacional de los derechos humanos, y que el TC no ha aceptado de momento, nos librarían de la misma.
No obstante, y aunque quizá les parezca sorprendente, tal vez sea la cuestión menos relevante. Una vez el Tribunal ha aceptado (lo hace con más o menos claridad en la Sentencia 148/2021) que no esté conectado un estado concreto a una determinada causa, y que en concreto pueda recurrirse al de excepción para luchar contra pandemias, podrían suspenderse derechos si se declarase este. Aunque es también cierto que la Ley 4/1981, reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio también limita lo que puede hacerse en estado de excepción y en concreto (art. 20) no contempla un confinamiento del calibre del decretado en marzo de 2020.
Esto tiene su explicación. La norma tiene más de 40 años de antigüedad, a ninguno de sus autores podía pasársele por la cabeza una coyuntura pandémica como la que sufrimos y es comprensible que estuviese inspirada por un temor muy patente de posible utilización inadecuada, vista la entonces reciente experiencia del uso represivo del estado de excepción por la dictadura franquista. Pero cuando ha sido necesario, prácticamente por primera vez, recurrir a ella, ha puesto de manifiesto su insuficiencia e inadecuación para hacer frente a una situación como la que vivimos. En cualquier caso es, como cualquier otra, una ley susceptible de reforma.
Esta ley es también el nexo común que vincula los otros dos problemas señalados y la raíz de su posible solución. La Constitución remite expresamente a ella para determinar el contenido de los estados de excepción, el propiamente de excepción y los de alarma y sitio. Pero en ningún caso impone que deba ser exclusivamente la autoridad estatal la que desempeñe las competencias en la situación excepcional. Bastaría que la ley lo recogiese expresamente para permitir cogobernanzas o incluso que la excepcionalidad habilitase a las autoridades autonómicas del mismo modo que al presidente del Gobierno, salvo que obrase motivación suficiente, sobre la que debería recaer la carga de la prueba, de la necesidad centralizadora.
El Tribunal Constitucional no proscribe prórrogas como la que estableció el Gobierno de Sánchez sino por su falta de correspondencia con la duración de las medidas, que no se señalaban y cuya necesidad de extensión temporal de desconocía (lo que strictu sensu podría habilitar una prórroga por el tiempo que unas determinadas medidas demandasen para ser efectivas) y por la privación al Congreso de la posibilidad de reconsiderar la cuestión, incluso aunque la situación catastrófica evolucionase a mejor, durante un largo período. Ambas circunstancias pueden solventarse con la modificación legal, estableciendo que la excepción se declare en función de las medidas y que su continuidad quede ligada (con la correspondiente revisión periódica) a su necesidad y efectividad.
Todo pues gira en torno a una norma caduca y anquilosada. Una norma que podría caracterizar de otro modo los estados, delimitar de forma distinta los derechos susceptibles de limitación o suspensión y regular expresamente el ejercicio competencial en función de las circunstancias concurrentes en cada caso. Se trata, a nuestro juicio, de una necesidad imperiosa, no ya porque podamos vernos inmersos en otra ola sino porque expertos sanitarios nos advierten de que esta puede ser el anticipo de otras futuras pandemias de alcance imprevisible.
Sin embargo, dos años después no solo no se ha procedido a modificar la ley orgánica, sino que hasta donde conocemos no hay en marcha ninguna iniciativa para ello. Si es necesario (seamos optimistas no hay porque decir “cuando sea necesario”) un nuevo confinamiento nos echaremos las manos a la cabeza, mientras tanto ¿a qué estamos esperando? * Analista