unca el conocimiento había sido tan importante y a la vez tan sospechoso; nunca lo habíamos necesitado tanto y desconfiado al mismo tiempo de él; nunca habíamos depositado tantas esperanzas en el conocimiento como solución mientras se convertía él mismo en un problema. La ciencia es fuente de la máxima autoridad y siempre controvertida. Los expertos son para unos la tabla de salvación y para otros los destinatarios de todas las iras. Mientras hay quien espera que el conocimiento nos saque del error y la ignorancia, hay también quien teme que nos esté conduciendo a los peores desatinos.
En la era de la racionalidad triunfante, de la ciencia institucionalizada, de los avances tecnológicos y los sistemas inteligentes aparece una constelación extraña: al mismo tiempo que la ciencia goza de un enorme reconocimiento, muchas personas recelan de ella, desde la mera desconfianza hasta el negacionismo extremo. Este rechazo no se explica sin más por la resistencia irracional hacia el conocimiento propia de las sociedades tradicionales; nos está diciendo algo acerca del tipo de generación de conocimiento característico de nuestras sociedades.
No entenderemos la sociedad en la que vivimos si no damos una explicación adecuada de este extraño antagonismo, que ya no puede ser entendido a partir de la moderna contraposición entre la Ilustración y sus sombras, como un combate moral entre progresistas y reaccionarios, la clásica demarcación entre cuerdos y locos. No está en juego la racionalidad y su contrario sino una cierta metamorfosis de la idea misma de racionalidad, que ya no puede definirse cómodamente frente a su simple negación. Perderíamos una gran ocasión de conocernos a nosotros mismos si descalificáramos esta incredulidad como una reacción al progreso civilizatorio. Solo entendiendo a los desconfiados, temerosos, negacionistas, paranoicos y terraplanistas se puede entender la sociedad en la que vivimos y el papel que el conocimiento desempeña en ella. Entender no significa aquí dar la razón a quienes parecen carecer de ella, sino explicar las circunstancias desde las que surge esta resistencia porque así tendremos una idea más precisa de la racionalidad que rechazan.
Vivimos en medio de lo que podría llamarse una desregulación del mercado cognitivo que ya no está, afortunadamente, moderado por la censura, el paternalismo más o menos benevolente y los controles informativos. Este mercado desregulado favorece la credulidad porque no plantea ningún límite a los mecanismos más intuitivos de nuestro espíritu: estereotipos, sesgos, agitación adictiva, atención dispersa, automatismos mentales... Cuando hay una saturación de información que nos distrae y obliga a decidir rápidamente, es más fácil aceptar las ideas falsas, pero también que nos rindamos a nuestra espontaneidad mental como si fuera algo indiscutible.
Si el populismo político se nutre de un espacio público desintermediado, podría estar ocurriendo algo similar en el ámbito del conocimiento. Hay también formas de “demagogia cognitiva” (Bronner). Este populismo sería la explotación de todos nuestros sesgos cognitivos, esa atención desmedida que otorgamos a lo escandaloso, a lo que nos indigna, a lo inédito, a lo conflictivo.
Nuestra entorno informático caótico tiene, de entrada, causas objetivas. Es cierto que la desinformación tiene muchas veces responsables concretos que se pueden identificar. La industria del petróleo ha publicado estudios para generar confusión en torno al cambio climático; grandes farmacéuticas ocultaron información desfavorable sobre la seguridad y la eficacia de los medicamentos; las empresas del tabaco niegan los efectos perniciosos de fumar... Pero no es esta desinformación intencional la que más debería preocuparnos sino aquella ignorancia que no tiene sujetos culpables sino circunstancias objetivas que hacen de ella algo inevitable, en todo o en parte.
La mayor complejidad del mundo, los errores de los científicos y los expertos, la tecnología acelerada que crea nuevos ámbitos de ignorancia, todo ello produce perplejidad y desconcierto. Complejidad significa aquí desconexión con las evidencias inmediatas, ininteligibilidad, información que desorienta. Hay también causas que remiten a una subjetividad sobrecargada, que puede sentirse aliviada con una teoría de la conspiración o con los negacionismos que surgen en un contexto de miedo, ansiedad, desconfianza y sentimiento de impotencia. Para quienes sienten que todo está fuera de control, una narrativa que explique sus sentimientos y los inscriba en una comunidad segura de creyentes se convierte en un alivio tranquilizador. La única manera de reducir esa complejidad es mediante la confianza; la cuestión no es confiar o no sino hacerlo razonablemente o no.
El conocimiento está vinculado a la confianza en la misma medida en la que disminuye la posibilidad de comprobación personal. Con el incremento del conocimiento aumenta la dependencia de otros. Cuanto más sabemos colectivamente, menos autosuficientes somos individualmente. Los experimentos científicos, por ejemplo, son en principio repetibles por cualquiera pero solo en principio. Los legos nos vemos obligados a depositar nuestra confianza en los científicos, lo que a veces no es razonable o no es posible, como cuando la comunidad científica hace públicos sus desacuerdos y no sabemos a quién creer. Ha avanzado más la ciencia que su comprensión por la gente y mientras haya ese desfase nos encontraremos con una resistencia que no es tan irracional como aseguran sus críticos. Buena parte de nuestra desorientación se debe precisamente a que no hemos encontrado la medida justa de credulidad y desconfianza, a que oscilemos entre una ingenuidad desmedida y un descontrol de nuestras capacidades críticas.
Desde mediados del siglo XX se han formulado diversos análisis de esta dialéctica, pero casi siempre como si la ignorancia fuera lo contrario de la racionalidad; apenas hemos reflexionado sobre la unidad de conocimiento y desconocimiento que nos caracteriza. Como principio general es recomendable no considerar unos estúpidos ni siquiera a quienes lo parecen y no tratarlos como tales si queremos que dejen de serlo. Entre otros motivos porque la dimensión de los problemas a los que tenemos que enfrentarnos nos convierte a todos en ignorantes; el contraste entre lo que sabemos y lo que deberíamos saber nos pone un una situación de minoría de edad inocente (por utilizar la célebre expresión de Kant, a sensu contrario). Esto no quiere decir que sepamos menos sino que debemos gestionar una constelación inédita en la que se entreveran el saber y el no saber. En los próximos años, con mucha probabilidad, vamos a asistir a grandes descubrimientos científicos y veremos cómo se desarrollarán algunas tecnologías que van a modificar radicalmente nuestro entorno. Todo ello implicará nuevas ignorancias (acerca de, por ejemplo, los efectos secundarios de ciertas tecnologías o la incertidumbre normativa que generan) y pondrá en marcha debates intensos, pues discutir es lo que hacemos los humanos en las sociedades democráticas cuando ignoramos algo y queremos generar el saber correspondiente. Como siempre, el avance del conocimiento nos hace, a la vez, más sabios y más ignorantes. No hay descubrimiento científico o invención tecnológica que no lleve apareado, como su sombra, un nuevo desconocimiento.
La inteligencia de una persona, de una institución o de una sociedad en su conjunto no se mide tanto por la inteligencia que tiene sino por la relación entre esta inteligencia y el tipo de problemas que tiene que resolver. A este respecto, el argumento de Karl Marx de que “la humanidad no crea problemas que no sepa resolver” no es concluyente porque, en primer lugar, no hay testimonios del fracaso sino autodescripciones de los vencedores y, en segundo lugar, porque no todos los problemas que tenemos tienen el carácter se problemas que puedan o deban resolverse; algunos, tal vez los más decisivos, solo pueden ser aplazados, reformulados o soportados. En contra de la anécdota que suele contarse, en ocasiones no es absurdo buscar las llaves donde no se han caído pero hay más luz.
Es muy humano el deseo de medir la inteligencia, diseñar el itinerario formativo y transmitir el conocimiento que se considera imprescindible para la vida, pero no habremos hecho ninguna de estas cosas correctamente mientras no hayamos dispuesto un hueco en ellas para el desconocimiento. ¿Y si el mundo no fuera tan comprensible como lo habíamos supuesto y, pese a todo, podemos hacer mucho sin necesidad de comprenderlo todo? Qué hagamos con lo desconocido va a jugar un papel cada vez más importante en nuestra vida personal y colectiva. (Adelanto del libro “La sociedad del conocimiento”, Galaxia-Gutenberg)
* Catedrático de Filosofía Política, investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco y profesor en el Instituto Europeo de Florencia.