an pasado más de dos semanas desde que la guerra empezó en Ucrania. Las imágenes de destrucción y de víctimas que huyen de sus casas se multiplican. Las palabras nuevamente se desgastan y pierden valor. Terror, miseria, brutalidad, saña y dolor se repiten. Los ciudadanos que hasta hace pocos días iban al supermercado, celebraban un cumpleaños, acompañaban a sus hijos e hijas al colegio viajan ahora en los abarrotados vagones de trenes en busca de un futuro totalmente incierto.
Nadie o casi nadie hace unos meses esperaba este desenlace bélico. Sabíamos que los ucranianos estaban divididos: el oeste a favor de Europa, y el Este con una mirada más próxima a Rusia. En 2014, el presidente prorruso del país, Viktor Yanukóvich, huyó tras las violentas protestas de la oposición que reclamaba un acercamiento a la Unión Europea. Las protestas fueron duramente reprimidas con casi un centenar de muertos. Una vez en Rusia, Yanukóvich, denunció su destitución como golpe de Estado. En el este, las repúblicas de Lugansk y Donetsk, más próximas a Rusia por idioma y cultura, habían comenzado ya una guerra cuyo objetivo era la independencia y su integración en Rusia.
Se firmaron entonces los acuerdos de Minsk, que han servido para el intercambio de prisioneros, pero no para cesar los continuos ataques de ambos bandos. El pasado 22 de febrero Estados Unidos y la OTAN imponen un paquete de sanciones a la Federación Rusa con la acusación de violar los acuerdos. La Federación Rusa responde de la misma manera. Con la excusa de maniobras militares Rusia invade Ucrania. Hasta hoy.
Podemos estar todos de acuerdo con que la invasión comandada por el presidente ruso, Vladimir Putin, es una acción criminal que tiene graves consecuencias para la paz mundial. Máxime si el presidente acorralado optase por un ataque nuclear, como ya ha advertido en algún momento. No parece previsible hoy, pero tampoco la guerra pasaba por nuestras cabezas. Sin embargo, esta actitud criminal de Putin no difiere mucho de la que ocurrió con la invasión de Irak en 2003, que arrasó un país con el falso argumento de las famosas “armas de destrucción masiva” acumuladas por Sadam Hussein. El equipo de investigadores de Naciones Unidas nunca encontró un solo arsenal de armas químicas. Ello no fue obstáculo para que Irak quedase arrasada junto con gran parte de su población civil. Posteriormente se ha convertido en un avispero de conflictos que amenazan la paz mundial.
Hay algún ejemplo más. Hace seis décadas, la “guerra fría” se calentó cuando la Unión Soviética instaló misiles en Cuba con el beneplácito del régimen castrista. Dicen los cronistas de la época que estuvimos al borde de la guerra nuclear. Y es que no parece plato de buen gusto tener a un vecino amenazador con misiles apuntando. No considero que Putin sea una excepción a esta regla; salvo que apliquemos diferentes varas de medir.
Sucede, por otra parte, que la Casa Blanca que pide las sanciones más drásticas y que se investiguen posibles crímenes de guerra cometidos por las fuerzas rusas en la invasión, son junto a algunos de sus aliados europeos los mismos que bloquean todo tipo de iniciativas para condenar las agresiones del Estado de Israel sobre los territorios ocupados a los palestinos con bombardeos sobre la población civil.
Toda esta intemperie cínica que nos invade; los medios de comunicación no son ajenos a ello, hace que una buena parte de la sociedad reaccione a estas situaciones como si se tratase de un partido de fútbol entre buenos y malos. También es cierto que existe una parte más luminosa que se muestra solidaria con los que sufren, independientemente del bando al que pertenezcan.
Después de dos décadas sin enfrentamiento bélico en Europa la lucha por el poder y por los beneficios acecha otra vez. Es lo que esconde cada conflicto. La patria y el patrimonio guardan relación íntima. He sido testigo de algunas guerras desde muy cerca, y siempre he comprobado que las pierden los pobres y las gana el dinero. Ucranianos y rusos pagarán con la pobreza durante años el torbellino desatado por el presidente ruso. A los demás también nos tocará.
La pantalla de la guerra sirve para ocultar los problemas domésticos de algunos líderes políticos. Me refiero a Boris Johnson, catapultado ahora a la primera fila de los defensores de Ucrania. El defensor del Brexit, uno de cuyos principales objetivos es precisamente cerrar las puertas del Reino Unido a los trabajadores del Este de Europa, pide una política más agresiva contra Rusia. Habría que recordarle a Boris que gran parte del dinero que él con tanto gusto acogió siendo alcalde de Londres pertenecía a los expoliadores rusos, los oligarcas con los cuales hizo provechosos tratos. Johnson es como Salvini, el exministro de Interior italiano, que apoya a los refugiados ucranianos siempre que están en la frontera de otros países; en las suyas no les quiere ni ver. Paradojas de la extrema derecha.
Hay enardecidas figuras que también se apuntan a la guerra a la que nunca irán, pero eso no les impide disfrutar de una épica bravucona. El exministro Borrell es uno de ellos. Su avanzada edad no le ha disminuido el ego ni su apetito político El alto representante ha conseguido por primera vez que la Unión Europea haya aprobado el envío de armamento a un país ajeno, algo que hace unas semanas era una verdadera línea roja.
Según fuentes del Instituto Internacional de Sociología de Kiev, antes de la guerra el 65% de los ciudadanos ucranianos veían deseable su futuro político dentro de la Unión Europea, con una mayor aceptación en las regiones del oeste y centro del país. En cuanto a la pertenencia de su país a la OTAN, un 55% estaría a favor, con notable rechazo en las zonas sur y este del país. Es importante clarificar que las encuestas no cubrieron la República Autónoma de Crimea y algunas zonas de Donetsk y Lugansk bajo control de los independentistas prorrusos. Antes de la crisis de 2014 la mayoría de la población ucraniana apostaba por una relación amigable y equilibrada con Rusia. Ahora, tras el ataque de sus vecinos, dudo mucho que los porcentajes guarden esa relación. La guerra no habrá solucionado nada; por contra, habrá exacerbado los odios y rencores de otros tiempos.
Eduardo Galeno, periodista y escritor uruguayo, no se engañaba con la situación del globo. “Vivimos en un mundo dónde los locos guían a los ciegos”, proclamaba con tristeza disfrazada de humor. Mientras tanto los ciudadanos de a pie solo esperamos que la razón se imponga, aunque solo sea para distinguir los verdaderos peligros y los auténticos enemigos. * Periodista