a situación en el este de Europa se ha convertido a lo largo de estas semanas en una enorme fuente de preocupación. Tristemente lo impensable ha sucedido: la guerra ha llamado a nuestra puerta en Ucrania. La pandemia, todavía acechante, parece ser un convidado de piedra, cuando hace unas pocas semanas era el tema central de nuestras máximas preocupaciones cotidianas. Pero un conflicto ... por lejano que nos parezca geográficamente, es un acto más impredecible, temible y siempre devastador. El renacer de una nueva Guerra Fría, con otras características diferentes a las anteriores, más parece una realidad que una hipótesis de futuro.

EEUU y el bloque occidental, por un lado, frente a Rusia y sus aliados, por otro, aunque, esta vez, los fines no son tan ideológicos como geoestratégicos.

A la par que esto sucede, en otra parte del mundo, en uno de los países más afectados por el terrorismo yihadista, Burkina Faso, se producía un golpe de Estado, clave de la región del Sahel. En 2020, hace año y medio, se daba otro similar en Malí, donde una junta de coroneles decidía dar el paso al observar cómo el gobierno era incapaz de hacer frente a los ataques yihadistas en el norte del país; en 2021, acaecería otro, en Guinea-Conkry, esta vez, debido a la aspiración del presidente Alpha Condé de prolongar su mandato más allá de los establecido por la ley. Las situaciones son diferentes pero, aún con todo, no augura nada bueno porque este tipo de procesos solo genera mayor inseguridad y, desde luego, suele debilitar unos países, ya de por sí, frágiles en esencia. Si bien, tanto en Malí, como en Guinea, los militares sublevados se comprometieron a retornar a la senda democrática en el instante en el que restablezcan la situación.

Hasta ahora, todavía no lo han hecho. En Burkina Faso, por el contrario, no han hablado de plazos. Cierto es que los militares han decidido tomar las riendas hartos de la incapacidad política de frenar la amenaza yihadista. Ni el G-5, grupo formado por los países del Sahel afectados por el terrorismo, ni la operación gala Barkhane, han sido suficientes para atajar de raíz tamaño peligro. Sin embargo, el malestar venía de lejos. Tras el fin de años de dictadura, en 2015, se celebraron elecciones libres, donde ganaría el Movimiento del Pueblo para el Progreso, encabezado por Kaboré. Pero del entusiasmo popular de entonces, por haber cambiado de régimen, se ha pasado al desencanto. Y el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM) así como el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS) se han vuelto cada vez más violentos y audaces, convirtiéndose en un problema de máxima prioridad. Los militares han considerado que Kaboré no estaba llevando a cabo una política de seguridad eficaz, viendo como estos han protagonizado numerosos ataques sangrientos a lo largo del año pasado (en Solhan o en Inata, con más de doscientas víctimas). El nuevo hombre fuerte del país, el teniente coronel Paul-Henri Sandaogo Damiba, lideraba una unidad antiterrorista y acababa de ser nombrado recientemente jefe de una región militar, en Uagadugú. Y no parece que haya sido mal acogida por la población, al contrario, la asonada llevaba tiempo fraguándose tanto en los cuarteles militares, como en parte de la sociedad, pues se ha acusado al presidente de haber llevado una gestión calamitosa. Si bien, desde Europa, como no podía ser de otra forma, se ha condenado el golpe. Claro que, visto lo visto, pudiera ser que este nuevo cambio de rumbo sea beneficioso.

Es cierto que no todos los ejecutivos, por muchas promesas que dispongan en la mesa, cumplen con las expectativas O que más bien, superados por las circunstancias no hayan sido capaces de prever los golpes de un enemigo tan temible y cruel como los grupos vinculados a Al Qaeda o al Estado Islámico en la región. No obstante, en estas sociedades donde el poder militar es tan importante, respecto al poder civil, y donde este poder civil no cuenta con instituciones democráticas consolidadas, este desequilibrio impide, en parte, que se puedan poner los firmes pilares de lo que se entiende como un Estado de derecho pleno. Si a estas circunstancias, en unos países tan frágiles (en los que la tradición autocrática y los personalismos han estado tan arraigados y han dejado una mala herencia), les añadimos el ingrediente más devastador y perverso, el terrorismo, entonces, elegir entre la menos mala de las opciones es aún más complicado. Ante la nefasta gestión por parte de un gobierno de una crisis, siempre deberían darse mecanismos legales que permitiesen una sustitución pacífica, pero que, ante situaciones de emergencia, en un contexto como es este, no ocurre.

Por el momento, la información de que Burkina Baso ha sufrido un golpe de estado es una mala noticia. Es indicativo de que el país ha vuelto a un punto de partida muy poco halagüeño por dos motivos: por suspender las garantías constitucionales (y lo que eso implica en restringir derechos y libertades) y evidencia que la amenaza yihadista se ha hecho más fuerte, ante la incapacidad de las autoridades de hacerle frente. Claro que habrá que ver cómo evoluciona la situación para valorarlo con más acierto. Porque, en esta ocasión, queda otorgarles a los militares el beneficio de la duda, ante el hecho de que no han actuado por malicia o egoísmo, sino por necesidad. El tiempo dictaminará su inapelable sentencia. Es, por ello, que resulte tan absurdo el conflicto generado en Europa por una cuestión de egos. Atajar y acabar con la pandemia y el terrorismo global deberían ser los principales enemigos. * Doctor en Historia Contemporánea