ualquier espabilado que supiera echar las mínimas cuentas sabría que para sacar adelante cualquier iniciativa en el Congreso de los diputados el gobierno presidido por Pedro Sánchez debería contar -además del respaldo supuesto de los socios de Ejecutivo- con la confianza de las formaciones que hicieron posible su investidura. Es decir, que se necesitaría de los votos de vascos y catalanes, fundamentalmente, para garantizar una mayoría que no hiciera descarrilar cualquier propuesta que quisiera presentar.

Habría, claro está, otras posibilidades de mayoría ajenas a esta ecuación. Todas legítimas, pero cuando menos, extrañas y, en algunos casos, insólitas.

Inaudita resultaría la posibilidad de que el principal partido de la oposición, el PP, apoyara las tesis gubernamentales. O que los ultras de Vox decidieran no participar en la votación como forma de protesta, lo que posibilitaría a la propuesta gubernativa salir adelante por tener más votos a favor que en contra.

Habida cuenta el clima general de la política española y el pimpampum permanente en el que el foro parlamentario se ha convertido, estas opciones se considerarían, a priori, inabordables. Y así fueron.

Luego estarían las fórmulas originales, aquellas que podrían fructificar por conjunción astral o por coincidencia aleatoria. Es decir, que se sumarían los votos de organizaciones abiertamente contrarias con el actual gobierno. Opciones que por interés particular o por descarte optarían por apoyar al ejecutivo para evitar la consolidación de las mayorías habituales.

La reforma del marco de relaciones laborales en el Estado era una de las condiciones que Comisión Europea había planteado al Gobierno español para poder ceder buena parte de los fondos económicos destinados a la recuperación tras la crisis provocada por la covid. Su aprobación, antes del pasado fin de año, era, por lo tanto, una condición sine qua non que necesitaba de consenso social y político.

En un primer estadio, la transformación del marco laboral debía ser consensuada entre el Gobierno y la representación social mayoritaria del Estado. Y así lo hicieron los actores de esta parte del pacto (CEOE y los sindicatos UGT y CCOO).

Nadie duda de que el esfuerzo por conseguir una sintonía entre las partes fuera ímprobo. Las organizaciones sociales y la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, realizaron un meritorio esfuerzo para consensuar ámbitos y propuestas que dieran lugar a un marco normativo compartido. Pero, por mucho que se considerara que el acuerdo alcanzado fuese notable, aquella reforma debía pasar un segundo filtro; el político. Un filtro tan legítimo y valioso como el social.

Sindicatos y empresarios lo sabían. No en vano hubo un partido -el PNV- que les hizo ver con suficiente antelación que sus reivindicaciones -la de los nacionalistas- deberían ser atendidas si se pretendía su apoyo final a la nueva normativa. Todos conocieron y compartieron las tesis presentadas por el PNV. Desde Garamendi hasta Pedro Sánchez.

La pretensión por parte de la CEOE de blindar el acuerdo “social”, amenazando con retirar su firma si del mismo “se movía una coma” solo se podía interpretar como un veto a la labor parlamentaria. Un chantaje inadmisible y fuera de lugar que reflejaba la incomodidad de determinados dirigentes patronales, alineados con una derecha opositora cerrada en banda a cualquier sintonía con el Gobierno “socialcomunista”. De ahí que la apelación a que “nada se tocara” fuera, al mismo tiempo, un gesto de debilidad y de chantaje externo para provocar el inmovilismo en el equipo sanchista.

Cuando el Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos presentó el acuerdo y trató por todos los medios de consolidarlo en un trámite de ratificación, es decir de lo tomas o lo dejas, equivocó el camino. Porque abriendo el texto a nuevas aportaciones -aunque fueran tasadas- se fortalecerían las alianzas y el valor mismo del acuerdo. Pero cuando se pretendía llevar adelante una propuesta a través del trágala, de la soberbia y la imposición, la confianza necesaria para tejer sintonías desaparecería y con ella afloraría una sonora discrepancia. La que luego se plasmó en votos negativos.

Además, el Ejecutivo de Sánchez debería haber tomado posición en la aprobación de la reforma por una de las mayorías posibles que posibilitaría tal acuerdo. Y no lo hizo. Jugó soterradamente sus bazas, intentando sumar aquí y allá en una geometría no ya variable sino caótica y tramposa.

La dirección negociadora no siguió el guion marcado por una sola batuta. Fueron dos las voces que proyectaron las conversaciones. Dos interlocuciones, a veces contradictorias y contrapuestas. La primera, la de la vicepresidenta Yolanda Díaz, dirigida a buscar complicidades con vascos y catalanes. La segunda, encabezada por el ministro Félix Bolaños, cancerbero de Pedro Sánchez y rastreador de cualquier voto de apoyo, que actuó sin complejos y sin temor a incurrir en contradicción a cambio de garantizar la inmutabilidad del texto pactado entre patronal y sindicatos.

Esta dualidad puso en evidencia la fragilidad de la coalición gobernante en España y su riesgo de fisura -real- en cualquier momento. Hasta tal punto se alimentaron las diferencias de ambas interlocuciones que en ocasiones parecía como si los representantes socialistas no asumieran las alternativas propuestas por la vicepresidenta a los nacionalistas y buscaran por el contrario el apoyo de Ciudadanos para incomodar a la otra parte del Gobierno. Actuaron como si el fracaso no les asustara pues, si esto ocurriese siempre podrían reprochárselo a la ministra comunista, “alternativa” electoral de las izquierdas. Una ministra que como se pudo ver en la sesión plenaria del jueves, estuvo sola, huérfana de compañeros en el banco azul.

El resultado de toda esta historia es la ya conocida. El pasado jueves, una ajustadísima mayoría multipartita, multicolor y con guion de sainete berlanguiano ratificaba por accidente la reforma laboral sin que ninguna coma fuera movida.

Vascos y catalanes —todos menos 4 parlamentarios del PDeCAT— se quedaron fuera del acuerdo. Los republicanos acusaron al Gobierno español de no haber querido negociar nada. Al contrario, se quejaron amargamente de que la representación gubernamental pretendió sus votos con presiones y amenazas tales como la retirada del apoyo de los comunes al Govern de la Generalitat o el amago de disolver la mesa de diálogo con Catalunya.

También el PNV sufrió presiones, pero los jeltzales no variaron su discurso ni en el último minuto.

El PNV venía diciendo que no podría aprobar un a nueva cobertura legal en materia laboral sin que se respetara la prevalencia de los convenios autonómicos en la negociación colectiva. La clave era afianzar legalmente el marco autónomo de relaciones laborales, algo que, en teoría, nadie cuestionaba pero que necesitaba garantizar su seguridad jurídica.

En diversas ocasiones -dependiendo de cuantos votos reconocibles reconociera tener la propuesta gubernamental- tal reivindicación fue asumida por la representación de la Moncloa, especialmente por el equipo de la ministra de Trabajo. El PNV presentó formas distintas de acometer tal previsión, desde una modificación tasada y limitada del acuerdo hasta alternativas legales de cómo hacerlo. Todos sus movimientos y opciones fueron igualmente conocidos por el principal sindicato de Euskadi, con el que el PNV ha mantenido -por primera vez en mucho tiempo- una estrecha y sincera colaboración. Y en un momento dado, cuando, al parecer, las cuentas descuadraron al Ejecutivo español, éste aceptó una de las variables propuestas por los nacionalistas. La asumía pero, al mismo tiempo, impedía que se conociera o verbalizara públicamente para no perder los votos advenedizos de quienes se habían convertido en este caso en sus nuevos socios prioritarios. Filibusterismo en estado puro.

Ante el cambalache del sí pero no y la demostración, una vez más, de falta de seriedad de la respuesta del gabinete socialista, en la mañana del pasado jueves, a escasa hora y media del debate parlamentario, el PNV decidió definitivamente el sentido negativo de su voto. Luego llegó el triste show de los errores, los pactos ocultos, la ruptura de la disciplina de sufragio, la bronca y el despropósito made in Spain. Un final de infarto con el que esperemos Sánchez haya aprendido algo.

Como diría Rufián a la hora de justificar la ruptura, con esta experiencia no se acaba el mundo. Mañana deberemos seguir hablando. Pero, está claro: lo haremos de otra manera. * Miembro del Euzkadi Buru Batzar del PNV