uién ha sido?”, preguntaba el profesor o el cura a los aterrados alumnos de la clase ante la evidencia de alguna falta sin autor conocido. Y como se hacía un silencio solidario en el aula, el adulto a cargo sentenciaba: “¿Nadie? ¡Pues estáis todos castigados!”. Con esta siniestra pedagogía crecimos millones de niños en la España franquista y creo que todavía sigue en ejercicio, aunque en menor medida, este código demoledor de la culpa colectiva. También era una práctica cuartelera que seguramente se mantiene entre militares y ámbitos autoritarios, dando así carta de naturaleza a la totalización del reproche que hoy atraviesa de parte a parte la sociedad democrática hasta el punto de infantilizarla.

¿Acaso esta práctica no está presente en la gestión de la pandemia al culpabilizar genéricamente a grandes colectivos (la juventud, por ejemplo) para explicar y excusar la mala situación de los contagios por covid? ¿No es observable en fallos judiciales la proyección de la culpa colectiva a grupos e ideologías por delitos nominales? Igualmente, es un método de análisis histórico y una regla moral en las religiones, que no en vano idearon el pecado original como mancha arbitraria desde el nacimiento, todo un simbolismo de sus propósitos de control de las conciencias. El historiador jesuita Fernando García de Cortázar dijo hace unos días en El Mundo: “Al nacionalismo no se le ha pasado por el tribunal de la historia”, con lo que, además de convertir la historia (¿qué historia, amigo mío?) en instancia suprema de justicia, situaría al autor, con su todo su sesgo españolista, en supremo magistrado para la condena de todos los nacionalistas (¿qué nacionalistas, señor cura?) al fuego eterno y la hoguera terrenal. No, nunca existieron culpas colectivas. Jamás la culpa fue de todos, precisamente para evitar que la responsabilidad, finalmente, sea de nadie.

Otra militante del gremio de la historia, Carmen Iglesias, declaró hace poco y en el mismo medio, en el contexto de las críticas al genocidio de la conquista española de América, que “no hay que pedir perdón por el pasado”. Esta exculpación general (el otro lado de la culpa colectiva) me ha llenado de zozobra, no solo por su enfoque errático, sino también porque se aleja de la opinión de sus colegas -que podríamos nominar- empeñados en el señalamiento de culpables sobre hechos lejanos y próximos y autoconstituirse en la conciencia moral del Estado. Pues verá, señora, si el perdón proviene de la culpa reconocida, hay en el mundo muchas personas vivas que deberían manifestar su arrepentimiento y pagar por ello, en tanto que la conciencia de cada país habría de dejar testimonio de su vergüenza por los actos sangrientos realizados en su nombre en otras épocas.

Quizás es tarea de la historia enseñada en las escuelas y universidades, la cultura general, para dejar patente el rubor por los hechos pasados y antepasados. Pero la historia, como ciencia social, también está en la trinchera de las ideologías, ahora como antes, y es poco confiable. Me contaban que en una clase de primaria y dentro en la asignatura de Sociales, la profesora relataba a los niños de un colegio público de una ciudad española que el Cid Campeador (lo más parecido a un mercenario) ganó postmortem una batalla a los árabes con su cadáver montado sobre el caballo al frente de las tropas castellanas, haciendo huir con su presencia al enemigo. Si en el siglo XXI el sistema educativo estatal instala en la cabeza de la infancia estas patrañas, narradas como certezas históricas y no como leyendas, es imposible confiar que España y sus voceros eleven a sentimiento de bochorno sus crímenes y tiranías. Para esta gente la historia sería algo así como una narrativa heroica y no la irregular sucesión de hechos abominables y de obras dignas. Así se escribe la historia por sus okupas y así se difunde en la educación reglada.

¿Debe España pedir perdón por el franquismo? No, porque, además de que es una abstracción de individuos concretos, no existe una culpa colectiva, sino personas e ideologías concretas responsables de aquello, como el fascismo y la monarquía, con sus dirigentes del 36 al 75 del siglo pasado. Apenas hay supervivientes. Pedimos, eso sí, un juicio histórico, ético y democrático de 40 años de tiranía y que la narrativa veraz lleve a los ciudadanos a sentir y expresar el horror por ese pasado. Lo terrible es que a la muerte de Franco se nos forzó a una transición salpicada de fechorías de Estado, que dejó impunes a los criminales y que, además, se pusieron al frente del desfile de la libertad. Se legitimó la dictadura, cuyos efectos son las cunetas aún llenas de fusilados y los residuos del franquismo sin ser extirpados. Una parte de España carga con esa mala conciencia por sus antepasados, mientras otra, muy amplia, se siente orgullosa.

No creo que el Estado deba culparse de la barbarie de la conquista americana; pero si su relato nacional engrandece a los aventuremos que esquilmaron la riqueza de aquellas tierras y mataron por decenas de miles a quienes no abrazaban la fe de Cristo y el poder absoluto del rey, si no se sonroja por todo lo que de mal se hizo y, peor aún, se siente orgulloso de un pasado despótico e invasor, está moralmente podrido al justificarlo. Las ciudades españolas están a rebosar de monumentos que glorifican a Cortés, Pizarro, Valdivia, nuestros Lope de Aguirre y Blas de Lezo y otros de semejante ralea, lo que contradice el sentido ético de una comunidad crítica y democrática. Sí, sí, estos ensalzamientos criminales se ven en todo el mundo, lo que no es pretexto para sostener la inmoralidad propia.

¿Y Euskadi? Exactamente lo mismo. En nuestro nombre se cometieron asesinatos y se negaron los derechos básicos de mucha gente. Y la culpa tiene sus destinatarios concretos: ETA y el sector social que dio cobertura al terrorismo y su proyecto totalitario. Creo que estamos haciendo las cosas correctas dejando patentes el dolor por las víctimas y la vergüenza social de que esta tragedia ocurriera entre nosotros durante interminables años. Pero Euskadi no es culpable como se afana en acusar aquella parte de España que precisamente menos ha hecho por condenar el franquismo y hacer justicia contra los damnificados de la dictadura.

El empeño en culpar del terrorismo, por pasiva, a la sociedad vasca en general y al nacionalismo democrático en particular es, además de un error partidista de la derecha y sus colectivos mediáticos y de víctimas, la vía más segura hacia el fracaso en la redacción de un relato veraz, ético y común para el fin del sufrimiento por el pasado. Nuestra sociedad percibe la culpabilización colectiva como un exorcismo sectario del Estado y lo rechaza, con lo que así las cuentas seguirán pendientes, más por el odio mal llevado de esos sectores ideológicos que por indiferencia social en la valoración del trágico período terrorista.

No hay nación que no tenga motivos sobrados para sentir vergüenza de su pretérito. En Historias de una generación, documental reciente de Netflix, se narra el encuentro entre una mujer negra y otra blanca, ambas de Virginia. La familia de la negra había sido esclavizada por los antepasados de la blanca, quien le transmite las justas palabras: “Soy yo la que debería sentir vergüenza, a pesar de que yo no lo hice. Quiero expresar mi tristeza por todo eso”. Algo parecido dicen los alemanes sobre la experiencia nazi. No se culpa colectivamente a los rusos de la barbarie soviética. Ni a los españoles por el franquismo y la rapiña americana. Ni a los irlandeses del norte por sus 3.500 asesinatos. Tampoco se vuelque sobre los vascos la carga por la violencia de algunos. Esa tendencia católica y moralista a la totalización de las culpas, como el maestro de escuela, o el chusquero, que nos castigaban a todos por la acción de uno, es la que todavía reina en los poderes del Estado y sus acólitos mediáticos e intelectuales. Cuidado con sus trampas contra la inocencia de la gente. Igual para lo malo que lo bueno, que nadie me incluya en la palabra todos. * Consultor de comunicación