n esta depresión casi continua que vivimos, todo se nos antoja negativo. Es nuestra percepción comunitaria la que nos hace ver la realidad con gafas oscuras de preocupación. Sin duda, la duración del episodio pandémico, que se expande ya por encima de los dos años, es la responsable fundamental de esa negatividad que nos corroe. No en vano, la enfermedad, la mortandad por ella provocada, los sacrificios obligados a la población para combatir la propagación del virus, han sido el abono de ese pensar en pesimista. Y a esas causas que aún perduran sin saber su tiempo de vencimiento, se le han sumado otras como el incremento en la carestía de la vida o la amenaza latente de una guerra en la frontera este de nuestra Europa. Lo que nos faltaba.

En sentido contrario, la semana nos ha dejado un reflejo en positivo. Dicha señal de esperanza no ha sido otra que la constatación del incremento del empleo en Euskadi en este último año según reflejo de la Encuesta de Población Activa.

Según cálculos del INE, Euskadi cerró 2021 con una tasa de paro del 8,43%, la más baja de todo el Estado y cinco puntos por debajo de la media (13,33%). Dicha tasa mejora notablemente el objetivo marcado por el Gobierno vasco en materia de empleo pues el ejecutivo autónoma se había propuesto rebajar el nivel de desempleo por debajo del 10% al final de la legislatura tras la crisis económica provocada por la pandemia, nivel ampliamente superado a casi dos años vista de la fecha establecida.

El carácter industrial de nuestra economía soporta básicamente estos buenos resultados que prometen continuar por la misma senda en los meses venideros.

Por lo tanto, algo de luz en la oscuridad del momento. Luz y esperanza para salir del pozo. Todo eso, claro está, si en nuestro camino no se cruza otro sobresalto. Y una guerra en Europa o en su perímetro, puede ser un muy grave contratiempo.

La distancia en línea recta entre Bilbao y Kiev, capital de Ucrania es de 2640 kilómetros.

A finales del pasado siglo XX llegaba la disolución del imperio soviético. Tras más de setenta años de la olla a presión comunista, la URSS comenzaba a desmembrarse. Primero las repúblicas bálticas ocupadas por Stalin. Luego siguieron sus pasos las de Asia central, colonias de la expansión al este del imperio zarista. Pero en la cabeza de quienes protagonizaron la perestroika o la Glásnost, no cabía que Bielorrusia o Ucrania se desgajaran de la gran “madre Rusia”.

Ucrania está virtualmente partida en dos, porque pertenece históricamente a ambos mundos, a Rusia y al imperio central europeo. Lo que hoy conocemos como Ucrania (krajina, en eslavo significa país, pero también tierra de frontera) hace un siglo formaba parte de Rusia y del Imperio Austro-Húngaro. La Rusia del Zar poseía las regiones orientales y la península de Crimea, originalmente controlada por los tártaros. La Galitza, por el contrario, era la región más septentrional del Imperio Austro-Húngaro, bajo el directo control de Austria y con una notable autonomía.

En la Primera Guerra Mundial, tres millones de ucranianos lucharon con el ejército ruso y unos doscientos cincuenta mil lo hicieron con las tropas del Imperio Austro-Húngaro. Al concluir la carnicería, todo aquel mosaico quedó diseminado sobre el mapa centroeuropeo. Los comunistas tomaron el poder en Rusia (1917) e intentaron reagrupar todo el territorio ucraniano en una república popular de nuevo cuño. Los anarquistas, por su parte, pusieron en pie un ejército autónomo de campesinos. Unos y otros acabaron enfrentándose y la guerra civil la ganó el ejército rojo constituyéndose la República Socialista Soviética de Ucrania, una de las entidades fundadoras, en 1922, de la URSS. El enfrentamiento bélico dejó un millón y medio de muertos. Pero el sufrimiento aún no se había acabado.

La acción política de Stalin provocó en Ucrania una hambruna brutal en la que murieron más de tres millones de personas. Al hambre le siguió la represión. Stalin movilizó el ejército rojo para castigar al campesinado. El resultado fue escalofriante; más de medio millón de personas fueron deportadas. En paralelo, llegó la invasión alemana como primer paso para la conquista de Moscú. En el sitio de Kíev, más de 600.000 soldados soviéticos murieron o fueron hechos prisioneros por los alemanes. Víctimas y más víctimas. Dolor, represión y muerte. Se calcula que cuatro millones de ucranianos sucumbieron en el campo de batalla destacando la ignominia nazi contra los judíos ucranianos en el campo de concentración de Janowska

Acabada la guerra y muerto Stalin, Ucrania fue recuperada por Nikita Kruschev quien situó en Crimea la base de la flota soviética en el mar Negro, puerta estratégica al Mediterráneo. Su sucesor Leonid Breznev había nacido en Ucrania y bajo su mandato tal república acabó siendo una de las economías más dinámicas de la URSS. Pese a ello, el desapego de la población continuó.

El 8 de diciembre de 1991 los dirigentes de las repúblicas soviéticas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia pactaron la disolución de la Unión Soviética, “la mayor catástrofe del siglo XX”, según dijera años después Vladimir Putin. Tras el colapso soviético, el noventa por ciento de la población de Ucrania votó en referéndum a favor de la independencia

Razones políticas y económicas favorecieron la desintegración del gigantesco estado levantado por Lenin. La desafección popular al régimen que había dirigido los destinos de la segunda potencia mundial con mano de hierro hizo que la independencia de las repúblicas tuviera una acogida mayoritaria entre sus respectivas ciudadanías. Incluso las regiones rusófilas de Ucrania votaron a favor de la secesión. Surgía así un nuevo tiempo en el que cada cual necesitaba edificar y sustentar su nueva identidad. Y en ese nuevo imaginario Ucrania reivindicó unos supuestos orígenes unitarios medievales, desoyendo, en parte, la diversidad de su sociedad.

La aparente “normalidad” discurrió sin problemas hasta el nuevo siglo. Primero aconteció la revolución naranja en 2004 y luego las protestas de la plaza de Maidan de Kiev en 2013 que tumbaron al dirigente pro ruso Viktor Yanukóvich. Un año más tarde, Rusia ocupo Crimea, la península que Catalina la Grande había arrebatado a los turcos y el dirigente soviético Nikita Jruschov había regalado a Ucrania en 1954. En palabras de Putin, no fue una anexión, sino una ‘reunificación’, tan legítima como la de Alemania.

Pese a la desintegración de la URSS y la caída del “telón de acero”, Moscú ha mantenido una política de tutela en relación a los países que controló en el pasado; la denominada “doctrina Breznev o Primakov”. Se trata de una especie de derecho de veto que se atribuye Moscú para con los estados que el Kremlim considera son de su influencia.

El origen de tan particular potestad parte de una concepción imperial a la que Rusia ha sido incapaz de renunciar. Para Moscú, los estados que formaron parte de la URSS o del Pacto de Varsovia pertenecen a su universo próximo y por ello no son dueños al 100% de su futuro. Durante el periodo soviético, la línea roja que no podían cruzar era la del sistema democrático. Ahora el veto está en acercarse a occidente, sobre todo a la OTAN, y en menor medida a la Unión Europea.

Resulta difícil predecir qué ocurrirá en las próximas semanas en la frontera entre Bielorrusia y Ucrania ya que si algo nos ha demostrado Putin en estos más de 20 años que lleva en el poder es su capacidad para superar todo límite. En todo caso, si Ucrania es finalmente invadida, los países que hoy componen la OTAN no podrán eludir su responsabilidad en el nuevo sufrimiento generado puesto que ya en el año 2008, con todos los deberes hechos, la Alianza Atlántica cerró la puerta a la integración de Ucrania y a Georgia. Entonces, los principales detractores para que estas dos candidaturas se incorporaran a la NATO fueron Alemania y Francia. Resulta sonrojante que antiguos mandatarios de ambos países formen parte hoy de importantes empresas de hidrocarburos rusas controladas por el Kremlim. Y es que detrás del conflicto y de todas las razones pasionales, históricas, sociológicas, culturales o políticas, encontraremos a la vertiente económica - en este caso vinculada al suministro de gas a Europa- la que impulsará la teoría de la fuerza y el enfrentamiento en este contencioso.

Rusia, reforzada en su papel de suministradora energética de occidente redobla los tambores de guerra en Ucrania. Hoy su amenaza es Kiev pero mañana puede centrar su mirada en las repúblicas bálticas o en los países escandinavos. Sigue sin ser tiempo para la lírica. * Miembro del Euskadi Buru Batzar del PNV