o queremos ser pesimistas ni negacionistas. Nada más lejos de nosotros, pero sí ser fieles testigos de una realidad que nos rodea.

. Nos movemos en un panorama sanitario que está lejos de normalizarse y en una situación social y política convulsa. Por un lado, el virus se ha convertido en una pesadilla, si bien es verdad que está siendo vencido, no está superado del todo, trastocando muchos planes personales y formas de vida. Por otro, nos vemos ante una serie de problemas de índole económico y social que no podemos soslayar. Así, la difícil situación de bastantes empresas, donde el trabajo precario y temporal es una constante, el aumento exagerado del coste de la vida, la incertidumbre por el devenir de la reforma laboral o de las pensiones, etc. Y en estos últimos tiempos, las expectativas sobre el cambio climático.

En este contexto, emergen más que nunca una serie de inquietudes como la crisis de valores humanos y democráticos donde, con la excusa de las limitaciones derivadas de la pandemia y el ansia de “recobrar la libertad”, nadie tiene legitimidad para pedir o exigir algo. ¿Quién puede impedirnos hacer lo que queremos? se afirma. También, sin caer en la hipercrítica, estamos envueltos en un clima político tóxico, áspero, basado en la constante confrontación y descalificación del adversario, cuando no en el insulto. La propia responsabilidad y autocrítica se disimula con la ambigüedad y las palabras vacías. Lo importante es la denuncia del contrincante político, invalidando su opinión, con el fin de hacerse con el poder sin reparar en la legitimidad de los medios que se usan para ello. Todo vale si impulsa “a los míos, a mi partido, a mi ideología”... La desinformación, el bulo, la mentira, la violencia verbal, el mensaje simplista que mucha gente quiere oír, la pretensión de representar a todo el pueblo como supuesta prueba de posesión de la verdad, las promesas imposibles de realizar..., todo vale, sin respeto a la lógica, a la ética y a la verdad. En este ambiente, nos alegra sobremanera el compromiso de quienes se enfrentan al discurso del odio en las calles, en el trabajo, en los centros educativos y en las instituciones.

Somos genéticamente miedosos, pero el miedo puede ser espontáneo o inducido. Peor todavía, manipulado. No nos es extraño vivir y constatar en nuestras relaciones sociales un cierto miedo colectivo, que toca incluso a la razón. Por eso se ha dicho que “el sueño de la razón produce monstruos”, y los monstruos son muchos y variados: el miedo a perder la rentabilidad del trabajo, la salud, el sentido de la vida, al que es diferente porque temo que me engañe o robe mi identidad, cualquiera que ésta sea. Nos cuesta vencer el permanente cultivo de la sospecha y, con frecuencia en nuestras relaciones sociales, se oye la torpe acusación “... Y tú más”.

Como consecuencia de lo que decimos se alimenta ira, agresividad y múltiples formas de posturas violentas y enfrentamientos sin límites, de los cuales hemos sido testigos estos últimos meses en nuestros pueblos y ciudades.

Si además hay quien se encarga de amplificar el malestar, el resentimiento y el odio, se desata un incontrolado populismo fanático que transforma la queja legítima en destructivo y violento enfrentamiento. Todo esto lo estamos viviendo con demasiada frecuencia. Aún en este ambiente, es necesario señalar la honestidad y el esfuerzo de muchas personas y colectivos por ayudar a quienes han estado sufriendo situaciones límite en sus vidas. Gracias a estas personas, la sociedad vasca mantiene un pulso moral continuado más allá de los simples valores materiales necesarios, pero siempre limitados.

La consecuencia que emerge por la unión del miedo y la agresividad es la desesperanza. Por desgracia, ahí parece que estamos inmersos en muchos momentos. En una sociedad como la vasca, con un notable nivel de vida y gran desarrollo tecnológico, anida también la posverdad y el miedo. No es fácil detenerse a pensar por uno mismo, ser crítico y constructivo a la vez, adentrarnos en nosotros mismos y crear posturas de esperanza. Creemos que esto es hoy más que nunca revolucionario.

La esperanza no es exactamente lo mismo que el optimismo, aunque se parezcan. El optimismo confía muchas veces pasivamente en que las cosas puedan cambiar, la esperanza trabaja y se compromete para que las cosas salgan bien. La esperanza no es un tranquilizador de la conciencia, no es una quimera imposible, sino camino hacia el horizonte de una sociedad más humana y justa. Es un manantial de alegría y fuerza para todos aquellos que quieren empujar para vencer la injusticia. Sin esa perspectiva, ¿qué sería la vida y el futuro de nuestras familias y de nuestros pueblos? La esperanza fuerza los límites del presente. No permite que le aten el desaliento, el enfrentamiento, el odio y la venganza. Euskal Herria necesita de esta esperanza. Solo ella puede alimentar una convivencia justa y transformadora y, así, construir un futuro mejor para todos. * Etiker son Patxi Meabe, Pako Etxebeste, Arturo García y José María Muñoa