anta crisis como estamos librando en un mundo de contingencias nos transborda hacia algo que al menos es positivo, el sentimiento de un destino común. La crisis sanitaria, la larga crisis económica que venimos arrastrando desde 2008, la crisis climática que también venimos remolcando desde hace demasiado tiempo, la constante crisis migratoria a causa de la pobreza, el cambio climático o los regímenes políticos, la debacle geopolítica de Afganistán, etc., todas nos afectan de alguna manera y nos producen ese sentimiento de destino común.

Implicados en este destino, los brotes de la covid los estamos reconduciendo a que puedan ser solo endémicos, donde el contagio podría permitirnos continuar con nuestra vida normal. Sin embargo, la larga crisis económica de la que aún no hemos salido no está siendo temporal ni cíclica sino que está más profundamente arraigada, ya que a las consecuencias no superadas del crac financiero de 2008 se le ha unido la depresión económica de 2020 inducida por la pandemia.

Menos mal que en el escenario de los 27 de la UE se pretende encauzar esta crisis a través del plan de solidaridad política y financiera bautizado Next Generation EU.

Este plan macroeconómico de recuperación adoptado este pasado 21 de julio completa otras intervenciones del Banco Central Europeo y otras ayudas comunitarias. Se dirige a los Estados, los ciudadanos y los inversores y se sitúa en los 750 mil millones de euros para contribuir a la salida de la crisis entre 2021 y 2023. Donde los préstamos que sean reembolsables tienen una devolución escalonada hasta el 31 de diciembre de 2058.

En contraste, la urgencia de la crisis climática ahí está esperando; a que los contextos políticos y sociales de los diferentes países se alineen con acciones a tomar, sin quedarse solo en declaración de intenciones.

Por ejemplo, la tercera fuerza política de nuestro país, Vox, no reconoció inicialmente esta crisis, y aún no ha realizado propuesta alguna para hacer frente a esta urgencia. Pues el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) ha confirmado en este pasado mes de agosto que el clima estable en el que muchos de nosotros hemos crecido ha desaparecido y ha sido reemplazado por un clima fundamentalmente inestable.

Así que habría que preguntarse si hay respuestas políticas, tecnócratas y económicas para esta crisis global que procede ya de varias décadas de inacción. Su reconocimiento tal vez requiera un cambio de mentalidades. Así parece haber ocurrido este verano en el Banco Central Europeo, que ya ha anunciado la integración del cambio climático en su política monetaria; el cual influirá, a partir de este año, en las evaluaciones de esta política.

Igualmente también hay un largo camino por recorrer en la crisis que se afrontó en Afganistán, hace casi 20 años. Inicialmente siendo un éxito militar pero que actualmente vamos conociendo que ha sido un fracaso con un gran coste humano y económico. El objetivo fue ayudar a la población afgana y disuadir el terrorismo; pero a pesar de tantos años y tanta intervención internacional, ahora el pueblo afgano y la disuasión del terrorismo se encuentran en una situación indigente.

Así que la corrupción del Gobierno afgano en el escenario de la intervención internacional, el acuerdo nada glorioso de Doha en febrero de 2020 entre el entonces presidente norteamericano Donald Trump y los talibanes, el ausente multilateralismo de Joe Biden llevando a término ese acuerdo, la evacuación de los militares antes que los civiles, los errores operacionales y de evaluación, etc., han construido la catástrofe.

De modo que ese sentimiento de destino común que, de alguna manera, nos invade cuestiona cuál será la suerte de los afganos deseosos de abandonar el país y de los que se quedan, qué conquistas sociales en la sociedad civil y en particular en las mujeres se conservarán, si podrán los países occidentales influir en el nuevo régimen sobre todo en derechos humanos y seguridad, y si volverá el país a ser una base para el terrorismo internacional.

Por el momento, nuestro país se ha ofrecido como puerto de entrada de Europa para colaboradores afganos, y en el bloque europeo parece haber cierto consenso a facilitar el paso solo de cierto número limitado de refugiados. Mientras que Turquía está reforzando su frontera con Irán, Pakistán lo está haciendo con Afganistán, y Grecia se protege de volver a ser, como en la crisis migratoria de 2015, el punto de entrada.