n el paisaje que construye la violencia, cruel y dura, también se generan resistencias que dignifican ese pasado lleno de cegueras. Probablemente muchas de esas resistencias no sean grandes gestas, pero todas ellas sumadas, tenidas en cuenta, relatadas, sí que forman un puzzle al que merece la pena mirar. Porque la violencia de ETA ensanchó tanto los márgenes de su diana que miles de personas fueron, en algún momento, objeto de ese odio embrutecido de ceño largo y puño cerrado.
Seguir viviendo de forma cotidiana, normal, en los mismos sitios y con las mismas costumbres era en muchos casos la forma más digna de resistir ante ese fascismo que iba aparejado a la violencia de ETA y que solían ejercer quienes celebraban el tiro en la nuca.
Por eso la violencia rompe tantos lazos, porque su acción embrutece a quienes la defienden y en ese camino arrasa, o trata de arrasar, con cuestiones elementales.
Hace muy poco fui a visitar la exposición del Centro Memorial de las víctimas del terrorismo en Vitoria y salí impactado. La pregunta ¿dónde estaba yo? se coloca como un aguijón en lo más profundo. Nadie dijo que recordar fuera fácil. ¿Cómo pudimos ser tan solidarios con mil causas y tan ciegos hacia el dolor y el miedo que estaban viviendo cientos de nuestros vecinos y vecinas? El espejo, ese testigo de nuestra insensibilidad.
Los atentados más conocidos, como el de Miguel Ángel Blanco, generan una experiencia memorable que es importante para el futuro. Porque hace posible, y facilita, una revisión personal del pasado. Y esa es una de las primeras condiciones para romper la inercia de la violencia y la intolerancia en la que hemos vivido.
Pero antes o después de esas grandes fechas existieron microrresistencias que a menudo pasaron desapercibidas y que merecen ser contadas. Ese mismo verano de 1997, Alfredo García, alcalde socialista de Ansoain y militante antifranquista recibió una camiseta con manchas de sangre. Casi a la vez aparecía una pintada en su casa con la frase Alfredo tú serás el próximo. A Joaquín Pascal, que militó clandestinamente en el PCE y después fue concejal del PSN en Pamplona, le exigieron por carta ese agosto que se fuera de Euskal Herria si no quería que tomaran contra él “medidas por nadie deseadas”.
El verano siguiente, Maribel Beriáin, concejala de UPN en Pamplona, se convirtió en el objetivo de un minucioso plan para asesinarla en plenos Sanfermines que se frustró en el último momento. Ninguno de ellos, como otros muchos cargos públicos, dejó de presentarse a las elecciones.
La intolerancia necesita de espacios oscuros donde anidar. Por eso estos gestos, que retan esa tediosa pasividad frente a la violencia, fueron tan importantes en momentos en los que las armas acababan una tras otra con la vida de más de 850 personas.
En 1980 ETA llegó a asesinar a 98 personas. En ese contexto, 33 personalidades de la cultura vasca como Xabier Lete, Barandiaran, Gregorio Monreal o Gabriel Celaya firmaron un manifiesto contra la violencia de ETA. Ante ello HB emitió un duro comunicado de tono amenazante en el que se negaba a apoyar “ningún acto en el que intervengan enemigos del pueblo, y tales personas ya se han autocalificado como tales”. Poco después, Xabier Lete tuvo que abandonar unos días su domicilio de Urnieta por precaución.
Quienes asumieron que todas las mañanas debían mirar debajo del coche, quienes vivieron escoltados o quienes ponían su nombre en listas electorales tocadas por el miedo, representantes de PP, PSOE y UPN sobre todo, son quienes han sufrido la violencia de persecución. En otro nivel de amenaza y riesgo, pero al lado de ellos, en esos sitios donde no llegaban los focos, también había quienes hacían frente a su manera a la violencia y el odio.
En el año 2000, después del primer atentado tras la tregua de 1998, Milagros Rubio, parlamentaria navarra de Batzarre dentro de la coalición Euskal Herritarrok, expresó pública y privadamente su condena a los atentados de ETA, tal y como lo hacía desde años antes. Algunos de sus compañeros de grupo parlamentario la presionaron para que no lo hiciera, mientras en la calle recibió insultos y presiones de una parte del entorno de la izquierda abertzale. A pesar de todas esas situaciones, Mila aguantó el tirón, siguió condenando la violencia y pasó al Grupo Mixto. Los insultos continuaron.
Naiara Zamarreño, que día a día veía las dianas contra su padre, concejal del PP en Rentería, decidió que en su caso merecía la pena seguir viviendo donde había nacido tras el asesinato de su padre.
Carmen Gómez, viuda del guardia civil Alfredo Díaz, asesinado el 11 de febrero de 1980, también decidió quedarse a vivir en Bizkaia. Dos años después, reflexionó sobre ello en una entrevista: “A veces me preguntan por qué no me marcho. Yo soy vasca, aquí tengo a mis padres, aquí está mi ambiente”.
Nuestra cotidianeidad está trastocada por la violencia, aunque a veces hagamos como si no fuera con nosotros. Porque en esa esquina o en este bar, ETA decidió aplicar la pena de muerte.
La violencia impacta hasta en los rincones más personales. Por eso aguantar, contar y dejarlo escrito hoy con vistas al futuro constituye un deber moral y político inaplazable. Tenemos que seguir haciendo todo lo posible para que las siguientes generaciones conozcan esta memoria de los detalles, sobre todo para que sean conscientes de que la violencia es un trauma, especialmente para la vida de quienes se vieron dentro de una diana. Como escribió Albert Camus, “hacer sufrir es la única manera de equivocarse”. Porque aquí la épica no estuvo en agredir, sino en resistir ante la violencia. Dejémoslo escrito para el futuro.
* Miembro de Gogoan-Memoria Digna