stá claro que tenía que llegar el día en el que las fuerzas de Estados Unidos tendrían que retirarse de Afganistán. Y aunque hay bases militares del gigante norteamericano repartidas por medio mundo, puntas de lanza para posibles operaciones de intervención, la de Bagram, en Kabul, no lo era, salvo para defender la capital afgana. Su cierre implica el final de una época.
Por de pronto, hay que entender a la Casa Blanca. Lleva en Afganistán desde 2001, y no han logrado enderezar el rumbo del país tanto como se esperaba. Pero el difícil territorio es un mosaico de etnias y grupos enfrentados entre sí, levantiscos e incontrolables, y todos los intentos de darles cierta cohesión a las más que precarias instituciones existentes han caído en saco roto.
Afganistán nunca fue, en realidad, un Estado. Lleva resistiendo al invasor y sumergido en conflictos tribales desde el principio de los tiempos, convertirse en nación no está en la mano de un ejército extranjero, sino de ellos mismos, llegado el caso. Reconocerlo no ha sido nada sencillo. Ha costado miles de bajas a EEUU y cientos de miles de millones de dólares.
Tampoco ha habido una victoria total que celebrar. Y la realidad no ha mejorado tanto como se esperaba, al revés, se está deteriorando de nuevo. La opinión pública estadounidense es reacia a comprender lo complejo del contexto, no entiende ni sabe lo que es aquello, solo que sus soldados vuelven de allí con estrés de guerra, agotados o frustrados, en el mejor de los casos, o, ya en el peor, en un ataúd.
Se ha convertido en una intervención impopular. Ya no hay que vengar el 11-S, eso quedó saldado hace tiempo atrás, con la muerte de Osama Bin Laden. Son ya dos largas décadas implicándose en un lugar donde nada parece haber cambiado (y sí lo ha hecho, aunque sigue siendo uno de los países más pobres del mundo). La decisión de la Administración Trump, que pareció tan precipitada, y que puso el grito en el cielo a los expertos, acabó siendo confirmada por la entrante.
El nuevo presidente, Joe Biden, a pesar de su mejor talante en lo relativo a las relaciones internacionales, ha sido del mismo parecer. Habrá observado con detalle las estadísticas y el ánimo se le habrá venido abajo. ¿Cómo continuar apoyando, sin resultados, esta sangría de hombres, buenas voluntades y recursos? La conclusión es inequívoca: con ímprobos sacrificios.
La posguerra iraquí también fue un proceso desastroso. Y, al final, el Pentágono logró diseñar una estrategia que permitió que los propios iraquíes fueran implicándose en su seguridad. Luego hizo su aparición el Estado Islámico, lo que venía a indicar que el proceso fue muy endeble.
En todo caso, Irak recuperó su independencia. La mayor parte de las unidades desplegadas de EEUU retornaron a sus hogares y la Casa Blanca desistió de emprender otras aventuras en países lejanos enviando a su ejército. A partir de ese momento, sus intervenciones han sido más quirúrgicas, controlando la situación desde el aire e interfiriendo con unidades de élite sobre el terreno, aunque para eso ha contado con la colaboración de aliados locales.
Pero en Afganistán no hay una meta ya que lograr. Es un lugar abrupto y hostil, un paisaje sin infraestructuras en donde las distintas tribus viven a espaldas de un gobierno corrupto y tribal. Y donde los talibanes, además de algunos grupos disidentes vinculados al Estado Islámico, como el ave fénix, han resurgido de sus cenizas para controlar amplios espacios... Por eso, se optó por la vía diplomática para alcanzar un entendimiento entre el Gobierno y los talibanes, y que la salida de los EEUU fuera fácil y sencilla. Pero esta maniobra solo ha beneficiado a los talibanes.
Aunque la imagen que se tiene de ellos es de gente malcarada, tosca, de fanáticos obtusos que encerrarán a las mujeres y que harán que Afganistán retroceda a otra era más arcaica, entre los afganos su proyecto es más atractivo que el que ostentan las autoridades prooccidentales. No sienten como propias las nuevas instituciones creadas, sus lealtades son étnico-religiosas. Una parte de todo lo que se ha reconstruido lo observan como extraño. Los talibanes les ofrecen algo que conocen, aunque sea mucho peor.
El avance talibán por diferentes provincias era ya un hecho antes del anuncio de la retirada. Y ha quedado claro que estos progresos han debilitado al Gobierno. Se han contabilizado infinidad de deserciones entre las propias filas del Ejército afgano y la policía. Es algo que ya se dio en Irak, contra las milicias del Estado Islámico. Muchos de los jóvenes que integran las fuerzas armadas afganas lo hacen no por convicción sino por necesidad. Y, por lo tanto, no es una tropa fiable y segura. Hasta la fecha, contaban con el respaldo de las expertas unidades norteamericanas, quienes les ofrecían confianza.
Pero todo eso ha desaparecido de la noche a la mañana. Y la Casa Blanca, ahí, ha cometido un gravísimo error que nadie sabe en qué deparará. Les brindó a los talibanes sentarse a jugar con cartas marcadas. Conocedores de la retirada, estos se preocuparon tan solo de dilatar en el tiempo las negociaciones de paz, por lo que no han cumplido ninguno de los acuerdos firmados. Se liberó a miles de presos talibanes de las cárceles a cambio del compromiso de acallar la violencia. Los talibanes prosiguen tomando provincias. Parecían conocer mejor a los norteamericanos que ellos mismos en esta política de hechos consumados.
Por desgracia, el irremediable repliegue militar (que en otro contexto igual hubiese pasado desapercibido) es, ante todo, un más que probable abandono. Eso significa que Kabul se quedará sola ante el peligro, como cuenta Max Hastings que hizo EEUU con Vietnam del Sur, con el riesgo de ser engullido por el irrefrenable avance talibán en pocos meses. Algunos dirán que la historia se repite y podrían tener la razón. Sin embargo, ningún hecho es igual a otro. Afganistán lleva demasiadas décadas de desgobierno. Los talibanes podrán tomar Kabul, pero no controlar todo el país, salvo que lo hagan por la fuerza y con voluntad homicida. Se verá. Aun así, de allí solo nos están llegando malas noticias.
* Doctor en Historia Contemporánea