l primer recuerdo que tengo, consciente del significado del Monumento de los Caídos de Pamplona, es del 9 de julio de 1978. La tarde anterior estaba en las barracas, junto a los coches de choque, cuando una muchedumbre escapaba del centro de la ciudad y se adentró en la Vuelta del Castillo, huyendo de los disparos de la Policía Nacional.
Cuando supimos que ocurría algo mucho más grave que los enfrentamientos a los que estábamos acostumbrados, que nos hacían jugar con pelotas de goma, corrimos a casa y allí nos fuimos enterando de algunas cosas; las ráfagas de ametralladoras en la plaza de toros, la bronca en la parte vieja de la ciudad o el rumor de que la policía habría asesinado de un disparo a una persona. Me faltaban unas semanas para cumplir trece años, pero ya conocía acciones policiales, los enfrentamientos, un día sí y otro también.
Al día siguiente, con los sanfermines suspendidos y la ciudad desolada, mi padre me dijo que le acompañara a dar una vuelta por la ciudad. Podíamos haber ido caminando, pero él prefirió, imagino que por sentirse más seguro, que fuéramos en coche. Recorrimos lentamente la avenida Carlos III. Era temprano, era domingo; las calles desiertas, las aceras llenas de cascotes, no había un cristal de un escaparate en pie y hasta los kioscos de prensa habían sido arrasados.
Para una familia republicana, de perdedores de la guerra civil, de aplastados por la dictadura, camuflada por el miedo y acostumbrada, por supervivencia, a no significarse, todos esos conflictos despertaban miedo. Mi padre militaba entonces en Acción Republicana Democrática de España en Pamplona, un partido que no había sido legalizado en las elecciones generales de 1977 para secuestrar del Parlamento español el debate sobre el modelo de Estado. En las estanterías de mi casa había libros de Ruedo Ibérico, que llevaban años allí, imagino que adquiridos por mi padre cuando trabajaba para los americanos en la Base de Gorramendi, tan cercana a la frontera. Con esa edad yo desconocía el significado de su presencia pero había algo que tenía bien aprendido.
Fue en Pamplona donde se construyó en mi cabeza un complejo de inferioridad que marcó mi existencia. Regresábamos de las vacaciones de verano en el Bierzo, de estar junto a esa abuela siempre callada, en esa casa donde faltaba ese abuelo republicano, asesinado en 1936 y cuyo cadáver podía estar enterrado en cualquier lugar de ninguna parte. A veces preguntaba por él a mi padre que medía milimétricamente lo que me contaba: militó en el partido de Manuel Azaña, publicaba algunas cosas en prensa, soñaba con que hubiera una escuela pública y laica en su pueblo y por eso lo detuvieron y lo asesinaron. Inmediatamente después de contarme algo, insistía en que no podía hablar de eso fuera de casa, alertándome de un peligro. Éramos una familia que escondía un secreto y yo, sin entender lo que significaban la vida y la muerte de mi abuelo, de las que hoy me siento orgulloso, pensé que se trataba de algo de lo que teníamos que avergonzarnos. Así desarrollé una vergüenza, un sentimiento de inferioridad y un miedo a que mis vecinos pudieran descubrirnos y señalarnos.
Tardé muchos años en desprenderme de ese miedo, de ese hábito heredado de esconderse para sobrevivir. Ocurrió cuando se exhumó la fosa de mi abuelo en el año 2000 y una prueba de ADN permitió identificarlo y enterrar sus huesos junto a los de ésa abuela que nunca pronunció su nombre, que cuando sus hijos hablaban del pasado en un comida familiar y se acercaban a los años de la guerra o al relato sobre ciertas personas daba un golpe en la mesa y hacía girar la conversación.
La vida me llevó a vivir fuera de Pamplona pero a mantener los vínculos emocionales con el Baztan en el que llegué al mundo, con la Vuelta del Castillo, en la que gasté muchas suelas, y con algunas personas que conocí entonces y he conocido después. Por eso, mi mirada a lo que ha ocurre con la memoria histórica en estas tierras, ha sido siempre atenta y emocional.
Cuando hace unos días leí que Navarra Suma y el PSN habían pactado un proyecto para convertir el Monumento a los Caídos en un centro de ocio; sala de exposiciones, cafetería y un mirador, sentí indignación.
El Monumento a los Caídos, sólido, católico y gigante, es una demostración de fuerza del fascismo navarro, una enorme suela para pisotear a quienes no se habían sumado al golpe de 1936 o lo habían tratado de detener. Ese lugar hizo, durante años, agachar la cabeza a miles de personas que gestionaban las causas y los efectos de su miedo como lo hacía mi familia. En un lugar donde jamás hubo dos trincheras enfrentadas, donde no chocaron dos ejércitos, el monumento también funcionó para ocultar los miles de crímenes cometidos en Navarra por los golpistas, fue una enorme piel de cordero para que los verdugos se disfrazaran de víctimas.
Durante décadas, ese monumento ha escondido y negado un horizonte a miles de personas obligadas a bajar la mirada, a quienes, para sobrevivir, se tuvieron que hacer insignificantes. Miles de vidas a las que la democracia no les ha tratado con el derecho a la justicia, porque todos esos crímenes jamás han entrado en un juzgado.
El Monumento a los Caídos es un homenaje a la impunidad, a la injusticia, al golpismo, al fascismo que no tuvo ningún límite para hacerse violentamente con el poder. Su gestión es un problema complejo, pero sencillo, si existe la voluntad política necesaria. Quizá la mejor solución, la que reconozca, recuerde y haga justicia a quienes sufrieron la dictadura y no tuvieron la oportunidad de levantar la cabeza en democracia, es desmontarlo y recuperar ese horizonte, ese que no tuvieron quienes defendieron la democracia, quienes trataron de impedir la experiencia colectiva de tener que vivir una terrible dictadura, ni sus familias. El esfuerzo de retirarlo será infinitamente más sencillo que la dureza de tantas vidas destrozadas por el fascismo.* Periodista y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica