abemos que los megaproyectos urbanos son espacios neutralizados que amortiguan las diferencias entre las personas, que reflejan nuestro miedo a la exposición al otro. Son espacios que eliminan la supuesta amenaza del contacto social: paredes de calles con láminas de vidrio, carreteras que cortan barrios y gente del resto de la ciudad.

La experiencia negativa de muros, fronteras, aislamiento y desapego -todo ello contrario al ideal de inclusión- puede estar arraigada en la tendencia centenaria de privilegiar el espacio interior de la conciencia sobre el espacio externo del mundo físico, como ha argumentado Richard Sennett.

El origen de la neutralidad del espacio urbano, que vemos exacerbada en los megaproyectos urbanos, se remonta a la creencia de que el mundo exterior de las cosas no es tan digno como el mundo interior de la mente. Esto equivale a privilegiar la perspectiva de la epistemología sobre la ontología, sobre la conciencia del ojo y sobre el valor de las observaciones que vemos en ciertos enfoques de la cuestión de la “urbanización planetaria”.

El problema entonces es cómo revivir la realidad del exterior (los encuentros con extraños, los espacios de fricción y resistencia) como una dimensión de la experiencia humana y como una estrategia de investigación. Sennett nos recuerda que debemos exponernos a la diversidad de la vida de la ciudad y desarrollar un ojo empático que perciba las diferencias, las afirme e incluso las celebre.

La incertidumbre, la exposición, el descubrimiento, son el resultado de un enfoque en la observación de materiales concretos, no del funcionamiento de la mente en forma aislada. El urbanismo transdisciplinario es una propuesta para enfocarse en la realidad del exterior como una dimensión de la experiencia humana y como una estrategia de investigación. Esto implica una postura ética, la de noblesse d’esprit, que debería impulsar nuestra búsqueda de conocimiento y cambio social.

El urbanismo del exterior es un esfuerzo transdisciplinario promulgado por múltiples agencias, de abajo hacia arriba, de los márgenes al centro. En los últimos años, la participación ciudadana en los procesos de planificación urbana se ha convertido tanto en una demanda como en una realidad.

En el campo de la arquitectura y el urbanismo, algunos han abogado por un cambio radical dirigido a expandir la práctica del diseño a un entorno social y políticamente relevante. Al mismo tiempo, en el campo heterogéneo de los estudios urbanos, muchos están comenzando a ponerse del lado de los activistas y artistas urbanos para lograr el cambio que la planificación dominante no ha logrado.

Dentro del urbanismo, se han realizado varios intentos hacia enfoques menos reductivos del espacio y el diseño; enfoques que ya no eligen entre la teoría y la práctica como el lugar ideal para la crítica, sino que permiten que la crítica se procese de maneras que son más complejas y menos predecibles; enfoques que abogan por modos híbridos de investigación.

Los diseñadores urbanos han de comprometerse con el mundo de una manera irreductiva, compleja y problematizadora. En otras palabras, deben permitir sorpresas y con ello “otras posibilidades” y, por lo tanto, “esperanza”, como elementos necesarios para mejorar la capacidad proyectiva del urbanismo.

Como afirma François Jullien, no se trata de conocer definiendo los objetos, sino de ser capaces de percibir el fondo de inmanencia que dispensa lo evidente, la realidad empírica. La respuesta a estos desafíos es seguramente un enfoque meta-cognitivo y transdisciplinario del urbanismo que tenga en cuenta tanto la dimensión de descubrimiento (conocimiento) como la dimensión de diseño (creación).

En este nuevo marco, la tarea del erudito transdisciplinario es aclarar y separar los “juicios de hecho” de los “juicios de valor”, por un lado, y, por otro, promover una discusión entre participantes acerca de las dimensiones éticas de la vida urbana.

Los cruces disciplinarios, en conocimiento y actitudes, que conllevan las prácticas urbanas alejan a los habitantes y profesionales de sus zonas de confort, fomentando la cooperación y la cocreación en formas no predeterminadas. Ello permite estudiar la incertidumbre, el azar y la apertura, y renegociar de forma transparente, en foros públicos, las estructuras de poder del espacio urbano.

El mérito del civismo urbano (cuando logramos construirlo), la razón última de que las ciudades pervivan, es ser resultado de un entendimiento básico y una convivencia razonable entre diferentes, entre personas que con frecuencia tienen poco o apenas nada en común.

Esa construcción de espacios de diferencia, es decir, de resistencia a nuestras experiencias, de fricción cívica, es el fundamento último de la permanencia, e incluso de la eficiencia, de los grandes asentamientos humanos. El anonimato de la metrópoli hace indiferente a la diferencia. Como dice el adagio alemán, Stadtluft macht frei, el aire de la ciudad te hace libre.

Éticamente, una ciudad abierta huiría de los guetos identitarios, toleraría las diferencias y promovería la igualdad, pero más específicamente liberaría a las personas de la camisa de fuerza de lo fijo y lo familiar, creando un terreno en el que podrían experimentar y ampliar sus experiencias.

En otras palabras, la ciudad no debe reflejar los sistemas cerrados y los instintos monopolísticos de empresas como Apple o Google, ni centrarse en la construcción de megaproyectos excluyentes, ni mucho menos promover el paradigma de smart city que algunos quieren poner de moda. Al contrario, la urbanidad de, por ejemplo, París ha de entenderse como su marché aux puces. El corazón urbano late en la posibilidad de improvisar vida en las calles.

Resulta preocupante que, en todo el planeta, las comunidades cerradas (gated communities) que establecen una forma de segregación socio-espacial son la forma de desarrollo de más rápido crecimiento. Las ciudades globales, como Londres, Nueva York y muchas otras, están conformadas por flujos de capital internacional sobre los que ni sus ciudadanos ni sus políticas pueden influir.

En China, el desarrollo liderado por el Estado a una escala sin precedentes ha resultado en paisajes alienantes y repetitivos. Mientras tanto, en las ciudades del Sur global, los migrantes urbanos construyen vastos barrios marginales que están divorciados física y psicológicamente de los centros a los que sirven. La exclusión -física, socio-económica y emocional- está a la orden del día.

Por todo ello, es necesario recordar la naturaleza esencialmente incompleta, porosa y múltiple de la forma construida y alentar perspectivas que presten atención a qué ocurre cuando las mismas formas se repiten bajo circunstancias diferentes. La lógica del planeador debe ser deliberadamente auto-limitada para evitar que su ciudad tenga una imagen única, dominante, y pueda ser, en cambio, el resultado de ensamblar muchas imágenes distintas de maneras diferentes, incluso divergentes.

Desde la transdisciplinariedad, la teoría de sistemas, la complejidad y la cibernética se observan cosas parecidas a lo que se observa desde el punto de vista de la teoría del diseño: los sistemas urbanos son incompletos (limitados e indefinibles); son, además, indecidibles (ni demostrables ni refutables), inciertos (ambiguos, imprecisos) e indeterminados (plurales).

Esta es la naturaleza de los sistemas socio-técnicos, pero también de la física cuántica, como ya observara Werner Heisenberg hace casi cien años. La teoría de la relatividad nos muestra también la emergencia de una realidad definida por la coexistencia entre pluralidad compleja y unidad abierta.

Se nos muestra así una realidad esencialmente transdisciplinaria que permite las combinaciones entre elementos plurales, en la que los límites, los intersticios, las zonas liminales y de intersección se convierten en los fundamentos de la interacción no controlada, generadora de una urbanidad en entornos heterogéneos de fricción cívica y, por ello, valiosa para la construcción de la sociabilidad.

* United States Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts Institute of Technology, London School of Economics