e tenido el placer de leer a unos grandes genios -al menos, para mí- de la literatura, del periodismo, del humanismo y de la vida. Por una parte, las recientes publicaciones de los Diarios (1931-1940) de Stefan Zweig y La noche de la verdad de Albert Camus, con los artículos de Combat (1944-1949). Y por otra, he aprovechado para releer a George Orwell en El poder y la palabra, unos ensayos sobre lenguaje, política y verdad.

Qué delicia leer a auténticos profesionales y comprometidos moralistas que además de jugarse la vida cuando escribían, lo hacían como los ángeles. Nos transmitían su grandiosa humanidad, su enorme fraternidad, su infinito compromiso, en definitiva, su alma; dejándosela, además, en cada tecla, en cada palabra, en cada renglón, en cada frase, en cada párrafo, en cada página. Es curioso además, por la época en la que escribieron, que coincidan en los tres casos la calidad en las formas con la excelencia en el fondo, la más refinada estética con la más auténtica ética.

Qué diferencia respecto a algunos comunicadores actuales, que son capaces de retorcer la realidad para buscar un buen titular, de tergiversar la verdad para buscar rentabilidad, de reinventar lo que sea preciso mientras tenga audiencia. Los medios de comunicación, como las personas y hasta las civilizaciones, pierden su esencia cuando para cambiarla reescriben la historia, cuando se abrazan solo al mercado, cuando manipulan a sus congéneres, cuando ofrecen basura en lugar de cultura, cuando reniegan de la decencia. Hay alguna cadena televisiva que explota el morbo de la intimidad, que airea o incluso se puede inventar o provocar trapos sucios y hacerlo impunemente durante años. Hay otras cadenas -algunas incluso se definen como progresistas- que en sus debates políticos o sociales con insufribles tertulianos, propician continuamente el enfrentamiento entre antagonistas radicales, haciendo ver que buscan la objetividad y la verdad --cuando esto no les interesa en absoluto- ya que lo que logran, aposta, es el barullo, el lío, el ruido. Existen también programas deportivos que buscan el morbo, el linchamiento y no dudan en meter cizaña. Por otra parte, hay políticos y famosos que usan, con su connivencia en muchos casos, a los medios y a los sistemas de rápida información para intoxicar todo lo que pueden. Y no digamos nada de las redes sociales, que esas sí van a su aire y sin cortapisas. No interesa, en estos casos, dar la mejor información sino la que más se haga viral, la que más venda. El fin, por muy loable que sea, no debería justificar cualquier medio. En teoría, en el momento de la humanidad con la mayor y más rápida información disponible, los hechos alternativos, la postverdad, las fake news, campan a sus anchas.

Desde luego, los medios o los profesionales que los propician son culpables de falta de rigor, de carencia de ética, de ausencia de escrúpulos, de mancillar una digna profesión, pero no son los únicos responsables. Las cadenas comerciales que les apoyan lo son también. Los que les escuchan, les ven, les leen o les siguen lo son (lo somos, a veces) también. Y no es excusa la ignorancia, el cansancio, el estar con la guardia baja, el quererse entretener. No, no hay disculpa. Porque esos botarates impresentables y esos comportamientos indignos son la antesala de los populistas, de los que nos indicarán -según ellos, por nuestro bien- lo que habremos de pensar, lo que tendremos que expresar, lo que tenemos que comprar y hasta lo que deberemos de votar. Debemos de tener un control personal de calidad de la información que recibimos, para desechar lo que no vale nada. Si no, cuando estemos sin libertad y sin pensamiento, manipulados y teledirigidos, lloraremos y nos lamentaremos. Y puede que ya sea tarde.

Como contrapunto, no quiero olvidarme de profesionales que como David Beriain y Roberto Fraile dejan su vida ejerciendo su profesión ni de la mayor parte de periodistas y escritores que hoy en día siguen honrando a su vocación.

Dice Ítalo Calvino que el máximo rendimiento de la lectura de los clásicos -y Zweig, Camus y Orwell desde luego lo son- se obtiene alternándola con una sabia dosificación de la actualidad. Convendría, por una parte, seleccionar finamente la información y datos que se nos transmiten; y, por otra parte, zambullirse -y releer si es preciso- un pensamiento comprometido, crítico y ético, como el que nos proponen, entre otros, los clásicos aludidos.