os productores de cine y televisión franceses se las pintan solos para divulgar las bellezas naturales, artísticas o arquitectónicas de su país. Personalmente, disfruto viendo el Tour, espectáculo deportivo retransmitido con los mejores paisajes de Francia como soporte visual, o siguiendo la serie televisiva Asesinato en..., cuya intriga se desarrolla en distintas ciudades francesas que sirven de escenario de la trama como “cartel publicitario” para atraer al turismo. El pasado domingo, ETB programó Asesinato en Colmar, que además de confirmar lo dicho me movió a escribir estas líneas. El Retablo de Isenheim es la obra maestra del pintor alemán Matthias Grünewald, que se exhibe en el Museo Unterlinden de Colmar, Alsacia, Francia. Tardó cuatro años (1512-1516) en elaborarse y está compuesto por nueve tablas, llamadas polípticas, pintadas al óleo y que una vez extendidas alcanzan una superficie de 45 metros cuadrados. El retablo está consagrado a San Antonio Abad y fue encargado por la comunidad de los monjes antonianos fundada en 1070 con el propósito de curar a los enfermos del “mal de los ardientes”. Esta enfermedad se manifestaba en las extremidades del cuerpo con la aparición de dolorosas llagas causadas por el cornezuelo del centeno, hongo que germinaba en el pan corrompido. Los monjes se dedicaban a atender a los peregrinos en ruta por el río Rin donde las montañas ceden el paso a los llanos, peregrinos que atravesaban Europa hacia Roma o Santiago de Compostela y que durante el largo viaje sufrían enfermedades cutáneas y pulmonares consecuencia de la falta de salubridad, de las inclemencias del tiempo o de la ingesta del pan de centeno en mal estado. El retablo se hizo para el hospital del monasterio de Isenheim, donde permaneció varios siglos hasta su traslado al museo del Colmar, del que es pieza principal y al que otorga renombre internacional así como decenas de miles de visitantes anuales que disfrutan de la obra en derredor de una quietud sublime.
Los monjes esperaban que San Antonio pudiera interceder para obtener el milagro de la curación de los enfermos o que estos encontraran algún tipo de consuelo en la contemplación de las escenas representadas en el retablo. Una especie de medicina mística. Resultó curativa porque lo cierto es que en Isenheim comenzó a oficializarse al enfermo y comenzó la medicina como hoy la conocemos. De hecho, Grünewald pintó en las tablas una representación de plantas medicinales dispensadas para combatir el “mal de los ardientes”.
La pandemia causada por la covid-19, transmitida inicialmente por esos nuevos peregrinos a los que llamamos viajeros de negocios o turistas, es tratada por sanitarios que desempeñan con igual vocación el oficio de curar de aquellos monjes antoninos. Las hierbas medicinales se convirtieron en fármacos y vacunas, la medicina mística en trato cálido y atención constante, la orden monacal en sistema sanitario público. Y ahí se acaban las semejanzas porque cuando hablamos de sanidad a escala universal no podemos arrinconar la gestión de la misma. Por encima del enfermo y del médico y controlando los fármacos y el utillaje se encuentran los gestores, esos cuadros intermedios entre los responsables políticos y los sanitarios. Podría pensarse que desempeñan la función de correa de transmisión si no fuera por la autonomía de que disponen al interpretar la letra pequeña de su responsabilidad. En ocasiones, tales gestores son intercambiables, ahora están en la administración luego en la sanidad, respondiendo a un designio de puertas giratorias con el que se pretende agradecer los servicios prestados. Reconozco que esa rotación a veces es debida a que profesionales especialistas rehusan hacerse cargo de puestos de gestión por razones monetarias (sueldo inferior al que obtendrían en la empresa privada), familiares o de negativa a entrar en una cocina en la que hace mucho calor como es el trabajo expuesto a la crítica pública. Pero siempre hay dispuestos a todo, gentes siempre apresuradas porque su vida consiste en abrirse camino. Tales personas viven en la creencia de que la posición intermedia entre los responsables políticos y los administrados es un limbo al que raramente llegan las exigencias de la responsabilidad personal. Y así sucede hasta que deja de suceder. Estos días estamos viviendo una tormenta de gran intensidad pues los ciudadanos contemplan con un deje de resignación lo que algunos sospechaban: que hay ventajistas de la pandemia, gente que se pone a resguardo vacunándose sin esperar su turno y que lo hace porque puede, amparándose en su cargo. No se ha demostrado que sean casos generalizados, cosa que no le quita gravedad pues estamos ante una traición a la confianza de los ciudadanos en un asunto grave como es la salud pública. Asunto sobre el que todo el mundo discute y argumenta dando lugar a estados de opinión que pueden resultar demoledores.
No me paro ni un minuto a valorar la actuación de determinados medios de comunicación a la búsqueda de polémicas infladas, algunos partidos políticos marinando al adversario como plato de barbacoa o ciertos sindicatos que practican el corporativismo más allá de lo decente eximiendo a sus representantes de responsabilidad por el uso antirreglamentario de la vacuna. La lectura de los whatsapps de tono ligero utilizado por el responsable del Hospital de Santa Marina pone de manifiesto que no tuvo agallas para denunciar su engaño. La entrevista concedida el pasado domingo por la consejera Sagardui evidencia de qué lado está la verdad, sin acudir al sensacionalismo, asentándose en los hechos.
Pero la cuestión principal es el criterio de designación de esos cuadros intermedios que siendo responsables menores pueden generar problemas mayores. La elección de cargos intermedios no debe ser el resultado de una selección negativa a falta de otros o un premio a los servicios prestados o una ocupación partidaria de todos los puestos de libre designación, ni mucho menos una decisión al buen tuntún.
El “mal de los ardientes” de esta época es la comodidad gratuita, ese camino de perdición, hábitat donde afloran aquí y allá ventajistas que hacen de nuestra capa un sayo a su medida. Tenemos un problema en el escalón intermedio de nuestra estructura institucional, de nuestra pirámide de poder. Fijando la atención exclusiva en la cúspide, lo que es debido y obligado, solemos apartar nuestra mirada de las zonas de sombra, donde se producen disfunciones que van desde el escaqueo al aprovechamiento para fines personales del ejercicio del poder delegado. Un servirse que no un servicio. El poder político vasco, en su mayor parte sustentado en unas instituciones de nueva planta enraizadas en el Estatuto de Gernika, está aquejado de una incipiente erosión consecuencia de los malos usos y corruptelas por parte de personas que traicionan la confianza recibida. No son muchos casos, pero su capacidad destructiva es grande cuando con su proceder hinchan las velas de la sospecha, la desconfianza ciudadana y el cinismo social.
Si es verdad que la pandemia traerá como consecuencia cambios trascendentales en nuestras vidas, que sea la primera después de la curación una reorganización del sistema de selección y control de responsables intermedios. De otro modo, tendremos que dirigir nuestras plegarias a San Antonio, de gran predicamento entre los vascos pero a quien no imagino resolviendo este insoportable nuevo “mal de los ardientes”.
El autor es abogado