a experiencia de 71 años de vida me ha llevado a la conclusión de que pertenecer a esa rara especie de los librepensadores te trae habitualmente numerosos problemas. Mucho más si a esa cualidad le añades la de “libre hablador” y “libre escritor”, o sea si lo que piensas lo acabas transformando en palabras, en reflexiones dichas o escritas. Esta última resulta especialmente peligrosa en una sociedad donde impera la presencia en esa selva terrible de las redes sociales, de especímenes especialmente peligrosos para esa cualidad. Lugares donde todo vale y las normas cívicas, el respeto a los demás, quedan sustituidas por la descalificación y el insulto. Esas redes sociales se han convertido en el campo de batalla donde se crea opinión, pero donde el análisis y la reflexión están a la baja. Así en FB, Twitter, Instagram, grupos de wassap, resulta complicado manifestar posiciones minoritarias, o tener la valentía de expresar libremente las mayoritarias cuando van contracorriente. La cobardía de una parte importante de la sociedad que calla ante la presión de los intolerantes te hace sentir en una cruel soledad, atacado por todo tipo de alimañas. Todo lo expuesto se está magnificando aún más en todo lo que tiene que ver con la pandemia.
Ha aparecido una nueva casta de buenistas dogmáticos, que consideran que todo lo que está pasando es fruto del intento de control del poder. Son los nuevos “negacionistas” de la pandemia o de las vacunas que pueden resultar un peligro letal. Ante esa nueva secta defender medidas de control para evitar la extensión de la pandemia, te convierte en cómplice de ese poder y a partir de ese hecho abren la veda para machacarte de manera inmisericorde. Resulta curioso que esas teorías pueden trasladarlas sin ningún pudor a lo que ahora resulta el “sancta sanctorum” de cada cual, tu muro, donde se permiten descalificar e incluso insultar como argumento más sólido. Todo ello sin ninguna base científica, porque la mayoría de expertos, desde epidemiólogos, a responsables sanitarios, lo que indican es que el virus sigue entre nosotros y se propaga fundamentalmente por vía oral, por lo que las medidas más eficaces para frenar su transmisión son la triada: distancia, higiene, mascarilla, a las que debemos añadir sensatez y responsabilidad. No es la primera vez que esto ocurre, ya en la pandemia del sida ocurrió algo parecido. Recuerdo en 1992, cuando colaboré con las organizaciones sociales que trabajaban de manera didáctica contra la ignorancia, cómo recibíamos las mismas críticas, aunque tuviéramos la suerte de que entonces no existían redes sociales.
Resulta también curioso que esas gentes que irrumpen en tu muro de manera grosera y con falta de respeto, luego no permiten que se pueda hacer lo mismo en el suyo, aunque lo hagas de manera educada y respetuosa. Una doble vara de medir que les define perfectamente.
Con respecto a lo que está ocurriendo con la covid-19, desde el mes de marzo llevo señalando el peligro de desconfinar demasiado rápido, de anteponer la economía a la salud, de no ser contundente con quienes están colaborando en su extensión y de la falta de valentía social a la hora de expresar la responsabilidad de ciertos colectivos. Estoy convencido de que mucha gente lo piensa pero no lo dice y mucho menos lo escribe. ¿Por qué deben pagar justos por pecadores? ¿Por qué deben estar confinadas las personas mayores cuando los principales transmisores por insensatez son las gentes de 14 a 40 años? ¿No sería más justo que nuestras autoridades tuvieran la valentía de confinarles a ellos y ellas? ¿Por qué tienen que pagar los trabajadores de los lugares de ocio nocturno, en especial las salas de música en vivo, los artistas que no pueden actuar en conciertos, si el problema fundamental son las reuniones descontroladas, botellones, concentraciones multitudinarias, o familiares en grupos numerosos? ¿Por qué no dar caña dura a los causantes de esta situación? Porque utilizar la represión está mal visto hoy día. Pero convendría asegurar que si se utiliza de manera injusta ese argumento resulta correcto, pero si se hace para salvar vidas, para evitar ingresos en hospitales, UCI, o perder puestos de trabajo, está perfectamente legitimado. Ya está, ya lo he dicho, ejerciendo mi derecho a pensar, hablar y escribir libremente. ¿Pertenezco así a una especie en vías de extinción? Es probable, pero si no fuera así animo a quienes estén en mi bando (sí, sí, mi bando) a tener la valentía de expresarlo. Que apoyen a los expertos que están explicando lo que está pasando de manera seria y rigurosa, que critiquen con dureza a los insensatos, incluso si los sorprenden por la calle, que hagan un trabajo serio con sus hijos de concienciación, educación, incluso de represión si fuera necesario. Que den la cara, que demos la cara. Es contradictorio que para descalificar estos argumentos te acusen de fascista, de franquista. Qué vueltas da la vida. Soy consciente que no lo soy, nunca lo he sido, simplemente que en un tiempo especialmente oscuro para la razón utilizo el sentido común, hoy en día el menos común de los sentidos. No vivimos una buena época para el librepensamiento. A pesar de ello habrá que aguantar, mantener erguida la bandera. Intentaremos seguir los consejos de Bertolt Brecht: “Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles”. Veremos.
El autor es exparlamentario y concejal de PSN-PSOE