o deja de ser curioso el hecho de que cuando los humanos estamos agobiados en medio de la incertidumbre busquemos una tabla de salvación tanto en la ciencia como en creer a cualquiera. Dos cosas tan antagónicas como el espíritu científico o la superstición parecen proporcionar igualmente el alivio de unas certezas de las que carecemos. ¿Y si en el fondo ocurriera que ese recurso habitual a la ciencia no fuera tan diferente de la superchería que parece oponérsele? No me refiero a la ciencia en sí, sino a determinadas expectativas que se le dirigen y que parecen no haber entendido las limitaciones de esa grandiosa empresa que es la ciencia, limitaciones que no pierde con el avance del conocimiento.
La humanidad ha pasado por muchos y largos periodos de penuria e ignorancia pero nunca se ha encontrado con problemas y crisis -desde la actual pandemia, las crisis financieras, el desastre climático o los efectos sociales de la inteligencia artificial- en relación con los cuales el saber disponible sea tan insuficiente.
Ha habido otros antes que sabiendo menos han sabido lo necesario. Nosotros, en cambio, parecemos incapaces de generar la enorme cantidad de conocimiento que necesitaríamos para hacer frente a unas situaciones tan volátiles, crisis tan complejas, en entornos acelerados y para regular unas tecnologías cuyos efectos no controlamos absolutamente. En este contexto la expectativa de que la ciencia produzca un saber cierto, seguro y de aplicación práctica inmediata no puede ser completamente satisfecha.
Esta expectativa dice mucho acerca del valor que otorgamos al conocimiento (aunque sea en momentos críticos y no en nuestros presupuestos ordinarios). Confiamos en una vacuna para el covid-19, esperamos de los economistas fórmulas para resolver la inestabilidad financiera, queremos artefactos tecnológicos más eficientes y seguros, deseamos que la universidad nos garantice un empleo...
Hay una dimensión de la ciencia que responde a las demandas urgentes de la sociedad, que exige resultados inmediatos, pero no deberíamos olvidar que la mayor parte del trabajo científico se malograría si actuara bajo esa presión. La ciencia es habitualmente una actividad que exige tiempo, que fracasa la mayor parte de las veces y requiere paciencia. Puede que estemos valorando únicamente una de sus dimensiones (la más inmediatamente útil), como si desconociéramos que hay muchas ciencias y que aquellas que proporcionan rendimientos inmediatos no serían posibles si no hubiera ciencias básicas o ciencias sociales y humanidades que se interrogan por el contexto en el que se insertan dichos rendimientos.
Si se encuentran soluciones será por la ciencia y no por la brujería, por supuesto, pero no habría que perder de vista eso que Sheila Jasanoff ha llamado “tecnologías de la humildad”, una manera institucionalizada de pensar los márgenes del conocimiento humano -lo desconocido, lo incierto, lo ambiguo y lo incontrolable- reconociendo los límites de la predicción y del control.
Un planteamiento semejante impulsa a tener en cuenta la posibilidad de consecuencias imprevistas, a hacer explícitos los aspectos normativos que se esconden en las decisiones técnicas, a reconocer la necesidad de puntos de vista plurales y de un aprendizaje colectivo. Este es el contexto en el que la política acude al juicio de los expertos, a veces desesperadamente. ¿Y qué es lo que se encuentra? Creo que nadie lo ha dicho mejor que Jerome Ravetz: las condiciones bajo las que se ejerce actualmente la política pueden resumirse diciendo que los hechos son inciertos, los valores están en discusión, lo que está en juego es importante y las decisiones son urgentes. Los problemas generados por el riesgo están redefiniendo los límites entre la ciencia, la política y la opinión pública.
El disenso de los expertos, la cuestionable valoración científica de los riesgos y el potencial amenazador de las innovaciones científicas han contribuido a cuestionar la tradicional imagen de la ciencia como una instancia que suministraba saber objetivo, seguro y de validez universal. La ciencia aumenta el saber, ciertamente, pero también la incertidumbre y el no saber de la sociedad.
¿Cómo entender entonces la relación entre el saber científico y las decisiones políticas? La ciencia raramente proporciona verdades definitivas, unánimes e indiscutibles. Quienes toman decisiones políticas deben apoyarse en las evidencias que la ciencia proporciona, por supuesto, pero ni pueden esconderse en ellas, ni han de olvidar otros criterios que se ponen en juego en toda decisión, como la oportunidad, los recursos disponibles o la legitimidad popular. La ciencia no puede sino decepcionar la expectativa de procurar un saber fiable, cierto y exento de riesgos.
Como comprobamos en el caso de la pasada crisis económica, algunas previsiones de los economistas padecían una grave inexactitud social. La ciencia no hace innecesaria la política sino todo lo contrario; los avances de la ciencia han ampliado el territorio de lo político en la medida en que han producido nuevas exigencias normativas y de regulación.
Los criterios para decidir acerca de la calidad y relevancia del saber ya no son definidos únicamente por la ciencia sino también por los contextos de aplicación donde rigen lógicas sociales, políticas o económicas. La producción, difusión y aplicación del saber tiene deudas sociales y se encuentra frente a unas nuevas obligaciones de legitimación, en virtud de todo lo cual el saber se ha convertido en una cuestión eminentemente política.
El aumento del saber en una sociedad no supone necesariamente un fortalecimiento del consenso; más bien refuerza el disenso proporcionándole razones y cauces de argumentación. La consecuencia es que las decisiones políticas no pueden ser adoptadas, como se esperó, de modo más racional, evidente y consensual, sino en medio de unas controversias más intensas, con saber insuficiente y mayor conciencia de los riesgos. Toda innovación técnico-científica tiene riesgos que proceden del no-saber y por eso la decisión acerca de si una sociedad quiere exponerse a esos riesgos es una decisión política en la que también intervienen consideraciones normativas.
Las certezas que tenemos no nos ahorran el esfuerzo de decidir qué hacemos con aquellas que no tenemos (y que probablemente nunca tengamos). Como sociedades democráticas tenemos que discutir acerca de lo que sabemos, de lo que no sabemos y de todas las formas de saber incompleto a partir de las cuales hemos de tomar nuestras decisiones colectivas.
Nuestras principales controversias democráticas giran precisamente en torno a qué ignorancia podemos permitirnos, cómo podemos reducirla con procedimientos de previsión o qué riesgos es oportuno asumir. Estamos ante el desafío de aprender a gestionar esas incertidumbres que nunca pueden ser completamente eliminadas y transformarlas en riesgos calculables y en posibilidades de aprendizaje.
Las crisis nos siguen recordando que las sociedades contemporáneas tienen que desarrollar no sólo la competencia para solucionar problemas identificados sino también la capacidad de reaccionar adecuadamente ante lo inesperado.
La ciencia es el mejor instrumento que tenemos para avanzar en el conocimiento. Si hay avance en ella es porque el saber actual no es absoluto. La grandiosa institución de la ciencia y su progreso se deben al hecho de que apreciamos las certezas que tenemos pero todavía más las certezas que tendremos y a que hemos aprendido a sobrellevar la incertidumbre que inevitablemente nos acompaña.
El autor es catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro ‘Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus’ (Galaxia Gutenberg) @daniInnerarity