ñigo Urkullu es un político indispensable que se levanta de puntillas en medio de una crisis social y económica que apenas ha hecho otra cosa que comenzar. Fue el primero en detectar que salud y economía, comercio y seguridad no eran cosas separadas. Urkullu no es hombre de cumplidos vacíos sino escrupuloso en sus calificaciones, medido en sus actuaciones y que, ante las críticas más despiadadas de la oposición y de los sindicatos airados, sabe que ofrecer la otra mejilla, si no es santidad, es falta de dignidad. Por eso hubo quienes le llamaron arrogante cuando era serenidad y seguridad en sí mismo lo que tenían ante sus ojos.

En ocasiones, como lo ocurrido desde que la pandemia instaló su mortal campamento entre nosotros, la historia se llena de ruido y furia sin significado alguno. Así que la oposición lo mismo denunciaba al buen tuntún la “criminal vuelta al trabajo” que la convocatoria de elecciones, como si fuera posible mantener un país paralizado en lo económico y enclaustrado en lo político, algo así como la “Kampuchea democrática” de los jemeres rojos maoístas de Camboya. El Gobierno de Urkullu arriesgó y solucionó. No digo que venció pues sería anticiparme al resultado electoral del 12 de julio y al tremendo otoño que se nos avecina. Solamente digo que Urkullu toma decisiones, aun cuando parezcan impopulares, también que no ha existido ninguna iniciativa en la oposición que no haya dirigido reproches injustos contra el Gobierno Vasco por no haber logrado éxitos que nadie hubiera podido lograr (como el control total de la pandemia) o por hacer concesiones que nadie hubiera podido evitar (como asumir temporalmente la recentralización, luego convertida en co-gobernanza).

La izquierda abertzale es sin duda muy capaz; y, por desgracia, capaz de cualquier cosa. Su decadencia era cosa de ensoñaciones más que de realidad. Es un espacio político enigmático, solidificado y plúmbeo. Albergan la esperanza de que el paso del tiempo borre las huellas. Nos piden que vayamos olvidando todo lo que hubo en nuestro país, sin caer en la cuenta de que “lo que hubo” permanece aquí, con nosotros. Pretenden disolver el pasado, su pasado, en lugar de resolverlo. Esa resolución, esa revisión crítica de su historia política, equivaldría al viático, la moneda que los antiguos romanos metían a los muertos en la boca para que estos tuvieran con qué pagar a Caronte la travesía del Estigio. De esa forma enterrarían sus propios fantasmas. Pero, por el momento, de eso nada; su falta de autocrítica produce en la sociedad vasca una inquietud similar a la que causan las personas que no dejan las cosas infantiles a su debido tiempo y por ello vuelven sobre sus pasos. Pero en algo muy importante ha cambiado: la violencia idealista ha cedido ante la arrolladora, veterana y aplacadora pasión materialista: el disfrute de parcelas municipales de poder.

Elkarrekin Podemos ha llegado a un punto en el que es difícil entenderla. Por el momento, su programa se reduce a proponer un gobierno compuesto por las izquierdas vascas. No voy a entrar en el debate del significado de izquierdas en nuestro país, donde la transversalidad es un hecho en todo lo relativo a las políticas sociales reclamadas por la mayoría de los partidos. Es una consecuencia lógica en una sociedad claramente orientada hacia el centro izquierda, al menos mientras sea sostenible el estado de bienestar que disfrutamos. Y para mantenerlo habrá que administrar al céntimo, como lo hacían nuestros padres en la postguerra, del modo en que recitaba el poeta polaco Cyprian Kamil Norwid: “Añoro, Señor, el país / Donde recogen con celo / cada miga de pan, / por respeto al don del cielo”. Lo que ocurre es que aquello que uno no se atreve a decir solo existe a medias y a Elkarrekin Podemos le falta decir cuál es su modelo de país y si tal modelo precisa de un cambio constitucional o no. Jugar a la indefinición tiene su precio y Mefistófeles/Sánchez tiene por norma rechazar a todos los Faustos que no dan la talla.

Del PSE hay que destacar la conexión entre el grado de claridad en el uso del lenguaje y las personas a las que se dirigen. Se les entiende y han favorecido la cohesión y cooperación del gobierno de Urkullu no solo en tiempos de crisis de la pandemia sino también, y de modo más intenso, en el manejo de los asuntos cotidianos. Pero debería cuidar más su propia estructura interna y alejarse aún más de las sombras de su historia reciente. La fortaleza del partido más veterano en Euskadi ha sido la consistencia de su militancia, en lo ideológico y en el sentido de pertenencia a unas siglas que el tiempo transcurrido ha difuminado. Aguanta la crisis que afecta a la socialdemocracia europea, pero cada vez es más dependiente de las evoluciones electorales del partido matriz: el PSOE.

La fidelidad del PP a su propio pasado resulta conmovedora, pero conspira contra la historia de todos y además trivializa su tragedia. Su constante evocación, casi una invocación, de ETA es un retroceso a lo más rancio con pleno conocimiento de causa y en contra de todo sentido común. Sus excelentes resultados electorales del pasado tuvieron una relación directa con su testimonio antiterrorista, imposible ya pues el terrorismo no forma parte de la ecuación por más que traten de reavivarlo con sucedáneos como los ongietorris o declaraciones fuera del tiesto de líderes abertzales.

No espero ningún cambio en la dinámica de los partidos de la oposición, tampoco en los sindicatos airados. Seguirán en sus trece aunque con menor impacto institucional si como los sondeos pronostican la alianza PNV-PSE logra la mayoría absoluta. La calle está destinada a ser escenario de confrontación, más intensa si la crisis aprieta, más testimonial si las medidas que el gobierno adopte para atajarlas resultan de alguna eficacia.

Como escribía Lev Tolstói, la verdadera vida del hombre está en el presente, en ese punto atemporal en el que el pasado se une al futuro. Resulta que el presente ha cambiado nuestra vida anterior. El mundo se ha vuelto denso de nuevo, incierto y hasta peligroso. Ese es el panorama que afronta Urkullu en las próximas elecciones y en los próximos años si forma gobierno. Lo afronta un país que aún tiene que demostrar que el todo es superior a las partes pues sigue faltando un proyecto integrador que hagan propio la mayoría de los vascos, abandonando las luchas banderizas, integrando democráticamente, no sofocando, los conflictos sociales. Urkullu tiene mi voto para conseguir esa Euskadi integrada. Por su serenidad y seguridad en sí mismo y en su proyecto y porque está siendo generoso en su entrega a sabiendas de que en ocasiones generosidad no es lo mismo que popularidad. Vive su buen momento político apoyado por un partido sin fisuras. Su suerte será la suerte de todos.

El autor es abogado