n las conversaciones telefónicas que mantengo con mis amigos aparecen las mismas palabras y frases: “decepción”, “impotencia”, “solo les interesa el poder”, “no se enteran”, “no podemos confiar en ellos”. Las preguntas que rondan en los diálogos son las mismas: “¿por qué no se movieron antes?”, “¿por qué discuten entre ellos?”. Hay un amigo, mucho más listo que yo, que me hace ver que no nos cuentan todo lo que pasa. Son diálogos que se mezclan con otras reflexiones de los expertos sobre el liderazgo. Hay de todos los colores o matices: esperanzados y calmados; críticos y demoledores. He revisado sentencias que se repiten en los diarios: “no es el momento de la crítica”, “hay que estar unidos”, “saldremos de esta”, etc. Imagino que son las palabras que se pronuncian ante cualquier incertidumbre, en una crisis. Noto que se han desechado otras que días antes aparecían a menudo como “dimisión”, “renuncia” o “abandono”. El poder, no obstante, se mantiene pese a las palabras y las sensaciones de la ciudadanía. Pero el poder cambia de manos cuando algunos se aferran a él con una política o unos gestos que responden a los intereses de unos pocos. No quiero poner nombres en este texto, no merece la pena, no quisiera acusar a quien posiblemente se guíe de buenas intenciones, aunque no sepa lo que sucede o no acierte en sus decisiones, pero lo que sí quiero mostrar es mi desacuerdo con un liderazgo que considero menor en todos los sentidos. ¿Para qué recurrir a los grandes temas, a las verdaderas y angustiosas necesidades de la gente que leo en la prensa o a la heroicidad del personal sanitario que, al menos en los primeros días, cuando respondieron a la pandemia desnudos, son también víctimas? Hay muchos héroes anónimos, gente muy normal si analizamos sus quehaceres, con muy pocas medallas, pues estas, además, las reparten los líderes que no hacen bien su trabajo.

No es que haya una falta de liderazgo, sino que existe un liderazgo menor que obedece a unos intereses que hace tiempo dejaron de coincidir con los de los ciudadanos. Son líderes atrincherados en sus límites, tanto o más que en una inteligencia que en su día les sirvió para acceder al poder; líderes que hoy dicen una cosa y mañana se desdicen; líderes que pensaban en otras cosas, aparentemente más importantes, como los resultados de las elecciones que planificaron, y que no solo rechazan la ayuda ofrecida, sino que no han respondido a las demandas de la gente y posiblemente a una nueva conciencia que está amaneciendo. No comprendo la situación: hay líderes que se escudan detrás de una pantalla y aún no han dicho nada interesante, que ayer hablaban de unos asuntos que hoy no son importantes o que aún no han solucionado otros problemas graves que tienen enterrados a algunos. Tampoco comprendo a aquellos que no responden por su trabajo. Dijeron que cuidarían de una sociedad envejecida a la que se destinaría una parte importante del presupuesto y no ha sido así. Ahora su silencio hasta parece misericordioso. No quisiera una ayuda de un líder que se preocupe tanto de mí para verme abocado a una soledad que acabe en muerte. No quiero líderes que me vendan una sociedad adelantada, mejor que la que tenemos al lado, según sus palabras, y que no sean capaces de reconocer que lo nuestro no era tan bueno como parecía. No quiero líderes que no piensen en la gente o que solo piensen en sus votantes o en los intereses de unos pocos, por lo general gente privilegiada u otros líderes ocultos en las sombras. Estoy harto de líderes menores que no saben hablar para la gente, que a una pregunta responden con un discurso y que ocupan el tiempo con unas explicaciones cargadas de estadísticas y datos que más tarde se demostrarán que no son ciertos. Quiero líderes eficaces, que hablen poco y hagan mucho, que cumplan con lo que se puede hacer con esmero dentro de unas exigencias y que no aparezcan en los medios diciendo cada día algo que finalmente no tiene sentido. Quiero líderes que parezcan pequeños y sean grandes, que vayan a los hospitales y pasen un día por la cola del paro, que vean cómo vive la gente y que no duerman todos los días en palacio. Quiero líderes inteligentes, aunque parezcan tontos, y no atontados que van de inteligentes. Quiero líderes que manejen la situación en tiempos de crisis y que no sean solo directores en tiempos de bonanza. No quiero líderes que nos perdonen la vida por no ser como ellos, quiero líderes que sean capaces de asumir los errores para que la próxima vez acierten. Quiero personas que miren al futuro y que no se queden en el poder que emana del presente. Quiero hombres y mujeres que lean, que escriban, que armen más de dos frases con contenido, bien dichas, y que tengas otras aficiones, las que sean, pero que escuchen a los que saben, que no suelen ser aquellos que los rodean, sino aquellos otros que aportan una visión distinta a la que tienen.

Quiero líderes que se apoyen en gente creativa, como son los científicos. No quiero líderes menores; de estos, incluso sin colocar aquí sus nombres, podría escribir una novela. Quiero líderes que me sorprendan por su audacia y fortaleza, personas humildes y que después del trabajo se vayan a su casa pensando que otro, en una situación parecida, hubiera hecho lo mismo. Mis amigos y yo rondamos los sesenta años, los definiría como buena gente, serenos, trabajadores que cumplen como mejor saben con sus obligaciones; ellos son mucho más inteligentes y mejores que yo, no lo dudo, pues por ser poeta yo soy el raro, pero toda mi vida adulta he sentido que hemos vivido con líderes menores. Me hubiera gustado sentir algo diferente. Lo que ahora sentimos debe ser innegable, pues por una vez todos estamos de acuerdo.

Escritor