a mutación del liberalismo en un neoliberalismo insaciable, antisocial y destructor del planeta ha llevado al propio liberalismo económico a lo que puede ser su fin. El objetivo de hacer retroceder al Estado no sólo es una política sino también un modo de pensar que desgraciadamente ha calado ya demasiado, hasta el punto de que defender el común, lo público, ha venido pareciendo una antigüedad, un asunto de nostálgicos.
Los autores liberales han venido insistiendo que el exceso de democracia es la clave de la crisis de gobernabilidad, al tratar de asimilar una demanda ilimitada por parte de la ciudadanía. Dicho de otro modo, afirman que la sobrecarga del Estado derivada del comportamiento electoralista de los partidos que sostienen un determinado gasto público en lugar de adelgazarlo, es una causa determinante. Así que, sin complejos, las elites económicas poderosas asistidas por sus instrumentos Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional se han dedicado a potenciar la neutralización del Estado, las privatizaciones, y la conversión en mercancía de necesidades vitales como los alimentos, la educación, la sanidad y la vivienda.
La pandemia que estamos padeciendo tiene que ser el fin de estas políticas suicidas. Es hora que las ciudadanías tomemos las riendas, en las calles y en las urnas, para exigir otro tipo de mundo, otra sociedad, otro Estado obligado a cumplir con las demandas ciudadanas que no son invento ni capricho, sino algo que afecta a nuestras vidas. Y no voy a decir que es la hora de la revolución social, pero sí es la hora en que la verdadera socialdemocracia se tiene que poner de pie, pedir la palabra y ponerse a trabajar para darle la vuelta al modelo infame bajo el cual vivimos.
Hablemos claro, el mercado no puede ser una obsesión. Hay un liberalismo que se presenta amable y concede prestaciones sociales mínimas para los sectores sociales más vulnerables, pero la socialdemocracia debe ocuparse de combatir la desigualdad social, por lo que debe reservar al Estado la protección eficaz de los servicios públicos, el control de líneas estratégicas como la energía, la tutela sobre las necesidades básicas de la población, interviniendo sobre los alquileres, la soberanía alimentaria, los sistemas educativo y sanitario. Además, el Estado debe garantizar una planificación democrática y garantizar la protección del medio ambiente. Habrá quien al leer estas líneas exclamará ¡pero eso es intervención del Estado! Por supuesto. Y es que la economía mixta que propongo debe tener dos lados vigorosos: uno público y otro privado, ambos en torno a la centralidad de las personas.
Les pongo un ejemplo. Cuando salga la vacuna del coronavirus, que saldrá, con el modelo económico y social actual ocurriría que quienes gozamos de un sistema público fuerte podremos vacunarnos. Pero habrá millones de personas en el mundo, de países sin sistema público, que no podrán hacerlo pues será un negocio privado. Y el caso es que todas y todos merecemos la vacuna. Los estados del bienestar se caracterizan por la intensidad de desmercantilización que sus políticas provocan y la reducción de la dependencia que el individuo tiene del mercado. Será mejor que esto ocurra. De lo contrario, si la salida de la crisis va por el lado de someter a las mayorías a políticas financieras depredadoras, con el mercado como instrumento central, las consecuencias serán tremendas: más desigualdad, más pobreza, más racismo, más fascismo, más apartheid social. Esta es una guerra entre civilización o barbarie. Tras la Segunda Guerra Mundial estamos viviendo el momento más crítico. De modo que toda la socialdemocracia europea debe movilizarse. No podemos seguir siendo subordinados crónicos de quienes son peligrosos destructores de la sociedad mundial y del planeta. Si no sustituimos el neoliberalismo por un nuevo pacto global entre progresistas, lo harán grupos sin escrúpulos que impondrán un mundo salvaje.
El autor es analista