n el verano de 1989 tuve la oportunidad de visitar por primera vez la Universidad Federal de Río de Janeiro para impartir un curso de iniciación a la investigación en su Instituto de Matemáticas. Allí era invierno, pero el clima era parecido al que nosotros estábamos acostumbrados en un verano generoso en nuestras costas vascas.
Mi hoy más que amigo Fred, profesor de aquella universidad, a quien por entonces apenas conocía, que había cuidadosamente preparado todos los detalles de aquél iniciático viaje, me recogió en el aeropuerto. Por aquella época, mi cuerpo podía pasar una noche en el avión sin inmutarse. Al salir del terminal me llamó poderosamente la atención el olor azucarado, intenso, sabor casi, que empapaba el aire. Fred me explicó que la mayoría de los coches de la ciudad circulaban consumiendo combustible de caña de azúcar. De ahí el aroma dulzón.
El chiste por entonces era que los conductores también lo hacían, refiriéndose a la cachaça de las caipiriñas, el agua ardiente de caña que, en sus versiones más baratas podía y puede acabar con la flora intestinal de casi cualquiera, pero que en las más elaboradas es puro oro. Más tarde llegaría la Ley Secaque prohibiría el consumo de una sola gota de alcohol a los conductores, cambiaría los hábitos de éstos radicalmente y salvaría muchas vidas desde entonces. También, poco a poco, el combustible autóctono fue dando paso a la gasolina común, a la vez que el pintoresco e identificativo olor desaparecía de la ciudad.
En los kilómetros que nos separaban del aeropuerto al centro de la ciudad no pude dejar de mirar, boquiabierto al parecer, por la ventanilla, hasta que Fred, que conducía, me preguntó: “¿Qué es lo que te sorprende?”. Le dije que era el contraste que se apreciaba en el urbanismo, de una calle a otra, o incluso en una misma calle, donde se yuxtaponían urbanizaciones de lujo y favelas, que para mí eran chabolas. Fred me explicó en portuñolque a eso se le llamaba el “Tercer Mundo” y que, contrariamente a lo que yo podía imaginar, no se caracterizaba por el hecho de que todo el mundo fuese pobre sino en un reparto brutalmente desigual de la riqueza. Obviamente, él podía anticipar mi pensamiento, pues me había visto estudiar y vivir en París.
Creo que entendí la lección. Una imagen vale más que mil palabras.
Desde entonces, mis ojos han visto muchos lugares que mi cerebro ha clasificado, involuntariamente, como “Tercer Mundo”. Y no siempre han sido en lugares remotos.
Cuando el vertedero de Zaldibar se derrumbó, mi mente asoció las imágenes del desastre a aquellos registros que, más de treinta años atrás, quedaron impresos en ella para siempre. Eibarrés de origen, me interesé por el lugar exacto en que habían sido enterrados Alberto y Joaquín, irremediablemente, por un mar de tierra. Pude constatar que el barranco en cuestión estaba a un par de curvas por la autopista del campo de fútbol de Ipurua, del equipo Eibar de Primera División. La cohabitación del vertedero, completamente descontrolado, a unos cientos de metros del área urbana de una de nuestras ciudades más emblemáticas, me retrotrajo a aquel momento en que pisé tierra brasileña.
Quien conozca aquel país sabe que, de tener derecho a pedir lugar de nacimiento para esa segunda imposible vida que no tendremos, aquél es un paraíso muy tentador como elección posible. Pero un análisis más cuidadoso de la situación nos haría inmediatamente excluir la opción. ¿Y si el deseo se nos concediese y tuviéramos la mala suerte de nacer en una de esas numerosísimas familias pobres hasta los huesos y no en una de, digamos, clase media, en la que los progenitores pueden asegurar una vida digna a sus vástagos? ¿Arriesgaríamos ser condenados a la miseria por la improbable suerte de nacer en una de las mansiones que miran al Atlántico desde la floresta?
Ni siquiera la cigüeña más experimentada podría asegúranos el éxito de nuestra apuesta pues, puerta con puerta, en el Tercer Mundo, conviven la miseria y la riqueza más lujuriosa.
El accidente de Zaldibar me conmovió profundamente. Todavía lo hace hoy, cuando ya no hay esperanza alguna para quienes sucumbieron sin previo aviso en un día que había amanecido para ser normal. No me suele gustar hablar de ello, pues rápidamente puede malinterpretarse en clave política. Y no es esa la dimensión que me interesa. Pero me entristece profundamente ver que, habiendo tenido la oportunidad de construir el país que nosotros queríamos, con todos los recursos y plena libertad, no hayamos sido capaces de evitar este tipo de desastres.
Los mil seiscientos kilómetros que separan mi tierra actual, Baviera, de la que siempre será la mía, no hace más que aumentar la congoja y el desasosiego. La distancia despierta la añoranza y acentúa la impotencia.
Podríamos construir una historia paranoide, imaginando que fue el polvo que levantó el derrumbe de Zaldibar el que dispersó en nuestro aire el dichoso coronavirus. Pero no es así. Sabemos que viene de Wuhan, en la China cada vez menos remota.
Nada nuevo podría decir sobre el virus que no se haya dicho ya. Intento simplemente entender el mensaje que encierra. Y solo puedo deducir que se trata de una llamada de atención.
Hace tiempo que lo venía observando y eso es lo que me trajo a tierras germanas, atraído por la corriente de Alexander von Humboldt, para quien no hubo fronteras. El fue uno de los más grandes de la historia de la humanidad, que quiso entender las claves de la Naturaleza y al hacerlo dio eterno ejemplo que aún inspira a las nuevas generaciones de investigadores que llegan hasta aquí, de todo el mundo, buscando las oportunidades que sus países les niegan.
El virus también nos visita aquí en Alemania, pero, por alguna razón, parece menos agresivo. Las autoridades han tomado medidas a tiempo; la ciudadanía es disciplinada; los políticos, rigurosos; y el sistema sanitario parece haber predicho y previsto y dispone de recursos para evitar una catástrofe.
Me preguntan ahora mi opinión y no sé qué decir. Me parece que todo está ya escrito sobre lo que pasa en Euskadi, que es lo mismo que en el resto del Estado.
Es un hecho que la suerte está desigualmente distribuida por el mundo y España, que tuvo la oportunidad de construir una democracia moderna, europea, decidió hacerlo orgullosamente a su manera. Esa mezcla de picaresca, de improvisación, de falta de rigor, de salero, de alegría, de abrazos, de sol y playa, pero también de falta de empleo, con sus emprendedores y científicos en la diáspora, ha generado el contexto que hoy covid-19 nos muestra con una estadística devastadora.
Ojalá pase pronto. Lo hará. Basta con quedarse en casa dos meses, como en China, y esperar a que amaine. Mi más rotundo apoyo y entrañable recuerdo a los afectados por la desgracia y mi admiración para quienes luchan contra el enemigo invisible en una guerra macabra. Todos ellos, que creían vivir seguros, no son los culpables, sino los héroes de esta historia.
Nada queda cuando se va la vida. Ni para Alberto y Joaquín, ni para los miles de víctimas del covid-19. A sus familias les queda la desolación. Y a todos nosotros, una gran lección.
Hagamos del rigor, de la disciplina, nuestras banderas, que son compatibles con la de la alegría y el buen vivir. Pero hagámoslo con honestidad para que la gestión de lo público recaiga en quienes pueden hacerlo mejor y no sólo en quienes están dispuestos a hacerlo ellos solos, a cualquier precio.
Brasil avanzó mucho, muchísimo, con gobiernos como los de Fernando Henrique Cardoso y Lula. Pero luego se impuso la inquina y hoy el país parece dispuesto a desandar en un mandato lo conseguido en cinco lustros.
Es muy fácil mirarse al ombligo para contemplar un paisaje familiar. Mejor miremos al horizonte y hagamos un ejercicio riguroso de autoexamen para valorar justamente dónde estamos y para completar la lista de todo lo que nos queda por hacer.
Son tiempos de paradoja. En estos días, la prensa entrevista a científicos españoles en la vanguardia de la investigación que conducirá a los tests y las vacunas que hoy reclamamos desesperadamente. Casi todos ellos están en Estados Unidos. ¿ Por qué no están aquí?Matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid