n la época de la gran depresión se produjo un cambio estructural muy importante en la agricultura norteamericana. A pesar de su responsabilidad en la crisis, el gran capital financiero no perdió influencia política. Ejecutó las hipotecas que pesaban sobre los pequeños agricultores altamente endeudados, expropiándoles sus tierras para venderlas a grandes capitales inversores en búsqueda de nuevas fuentes de beneficios en una época en los que estos eran bastante escasos en la industria o los servicios.

En Europa no se dio un fenómeno parecido. La cercanía de la URSS hacía temer a las clases dirigentes europeas la radicalización política de la clase obrera. Así, en los dos países en los que con mayor fuerza se había manifestado el proceso revolucionario entre los trabajadores, Italia y Alemania, pronto se estableció una alianza que incorporó a los pequeños propietarios agrícolas en un esfuerzo por unir a la pequeña burguesía en contra del movimiento obrero radicalizado. También en la península ibérica se produjo, primero en Portugal con la dictadura de Salazar y después en España con la Guerra Civil y el franquismo. En Inglaterra o en Francia, el mantenimiento del sistema democrático fue posible gracias a los avances en la protección social y la participación política de los trabajadores. Y, por supuesto, con un pacto de no agresión con los pequeños agricultores. Así que con fascismo, nazismo o democracia, parte del precio de acabar con las veleidades revolucionarias reales o potenciales de los obreros fue mantener a los pequeños propietarios agrícolas.

Si en Estados Unidos el autoritarismo de corte fascista no fue nunca un fenómeno relevante es porque la radicalización de la clase obrera norteamericana al calor de la revolución bolchevique fue siempre un fenómeno minoritario, por lo tanto el gran capital no dudó eb acabar con la agricultura a pequeña escala como forma de producción agrícola predominante. La literatura de la época (El camino del tabacoy La parcela de Dios, de Erskine Caldwell, o Las uvas de la ira de John Steinbeck) reflejan el sentimiento de una época que está pasando a mejor vida, la vida en el recuerdo de una clase social de productores agrarios a escala familiar.

A principios de siglo, en EEUU había 2 millones de explotaciones agrarias; en la Unión Europea occidental (UE 15) la cifra era tres veces mayor, con 6,5 millones de explotaciones. Pero mientras que en Estados Unidos la explotación media tiene una dimensión de 175 hectáreas, en la UE 15 el tamaño medio es la décima parte que en EEUU. El Estado norteamericano con las explotaciones medias más pequeñas es New Jersey, donde tienen una dimensión media de 35 hectáreas, y las más grandes están en Wyoming, donde superan las 1.500. En la UE 15 el tamaño medio más grande lo tiene Holanda con 300 y el menor, Grecia, con menos de 3. Si en la UE se considera “pequeñas” a explotaciones que generan menos de 15.000€ de beneficios, y “muy grandes” los que generan más de 100.000€, en EEUU son “pequeñas” las explotaciones que generan menos de 250.000$ de ventas.

Estas diferencias se manifiestan también en las posibilidades de vivir de la producción agrícola: en Estados Unidos la mitad de los agricultores lo son a tiempo completo; en la UE15, apenas la cuarta parte. Y mientras el número de agricultores europeos no deja de reducirse cada año, en Estados Unidos la cifra se mantiene relativamente estable.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el miedo al “contagio comunista” reforzó la necesidad de garantizar el apoyo de los pequeños agricultores o en su caso (Alemania, Italia…) de recuperarlos para el proyecto democrático. Este objetivo se encuentra en la base de la inclusión en el proyecto de Mercado Común Europeo de una Política Agrícola Común, con el argumento de garantizar la seguridad alimentaria en Europa occidental y la mejora de las rentas de la población rural, mucho más bajas en general que las de la población urbana. La planificación de la agricultura europea bajo el paraguas de la PAC ha sido sin duda el mayor éxito del mercado común en toda su historia.

No fueron, como reza el relato oficial, las presiones del Grupo de Cairns (EEUU, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Argentina, Uruguay…), los grandes exportadores agrícolas competidores de la UE, sino la desaparición del comunismo lo que llevó a partir de 1993 a un debilitamiento progresivo de la intervención en el sector agrícola, de la protección a los pequeños propietarios, en favor de una agricultura cada vez más mercantilizada. Los pequeños agricultores ya no son aliado necesario en las estrategias, democráticas o autoritarias, de contención del radicalismo.

En lo que llevamos de siglo, han desaparecido en España más de 800.000 explotaciones agrarias, la inmensa mayoría micro-explotaciones de menos de 10 hectáreas. Por el contrario, han aumentado en más de 3.000 las explotaciones agrarias de más de 100 hectáreas. Con todo, todavía hoy, de las más de 900.000 explotaciones, apenas hay poco más de 50.000 con un tamaño suficiente para generar economías de escala y un uso eficiente del capital. Y las muy grandes, las de más de 500 hectáreas, son solamente la décima parte de estas. En consecuencia no es de extrañar que el 20% de las explotaciones que generan menos producción apenas lleguen a los 10.000 € de media en España, frente a los 30.000€ de Gran Bretaña, 36.000€ de Francia o 45.000€ de Alemania.

Así que la alternativa es clara: si queremos mantener una estructura productiva en el sector agrario basado en las explotaciones familiares, la agricultura de cercanía, los cultivos ecológicos, el bienestar animal y la cercanía campo-ciudad etc, habrá que pagarlo. El conjunto de los consumidores tendremos que hacernos cargo de esa menor eficiencia en términos de producción por euro invertido de ese tipo de agricultura. Contra lo que se afirma, incluso por los propios productores, no es cierto que la competencia de la agricultura procedente de Marruecos, Sudáfrica o América del Sur se base en menores salarios, porque en estos países priman también las grandes explotaciones agrícolas capaces de reducir los costes unitarios y ser competitivos.

Desde que España abandonó con 30 años de retraso su versión local del totalitarismo y se incorporó a la UE, hemos podido disfrutar de importantes ayudas de la política agrícola común. Lamentablemente, casi al mismo tiempo que se producía la incorporación, la política agrícola empezaba a virar lentamente hacia criterios neoliberales basados fundamentalmente en la rentabilidad capitalista y esta en la agricultura va asociada casi indefectiblemente al tamaño. Esa es la madre del cordero: en la programación financiera para los próximos siete años se está planteando una reducción brutal en la PAC de aproximadamente unos 40.000 millones de euros. De llevarse a cabo, puede suponer una reducción entre ayudas a la producción de pagos directos y ayudas al desarrollo local rural unos 690 millones menos de euros al año de subvenciones para la agricultura española.

No se puede decir que el problema del sector son los salarios que se paga a los trabajadores asalariados. Por el contrario, los salarios del sector son altamente competitivos, mucho más que los de la industria o los servicios, en comparación con la Europa desarrollada occidental. Los aproximadamente 5.500 millones de euros de salarios pagados a los 470.000 asalariados del sector agrícola (pesca incluida) son equivalentes a la subvención anual recibida de la PAC y todavía sobran unos pocos centenares de millones para otros gastos. La subida acordada en el salario mínimo a 950 € serían unos 850 millones de euros extra que, junto con la reducción prevista de las ayudas europeas, supone que estas pasen de cubrir la totalidad de los gastos salariales del sector a cubrir solo tres cuartas partes.

Estas cuentas rápidas implican que mantener la agricultura familiar en explotaciones poco rentables y que subsisten gracias a la explotación de la fuerza de trabajo y a la subvención de los costes salariales y por parte del presupuesto comunitario nos puede costar por lo menos 1.500 millones de euros al año que habría que pagar con nuevas subvenciones locales (es decir, impuestos) a los agricultores o a los precios de sus productos.

La alternativa puede ser más cara a corto plazo, pero más rentable a largo plazo: llevar a cabo una reconversión agrícola que establezca la jubilación forzosa de los agricultores de más de 60 años y proceder a una concentración de tierras y al desarrollo de empresas agrícolas de alta capacidad productiva. El envejecimiento es un fenómeno que afecta a más del 40% de los propietarios de pequeñas explotaciones en España. Por el contrario, en las grandes explotaciones españolas que generan una producción superior a los 100.000€ solo el 10% de los propietarios tienen más de 65 años y 2/3 tienen menos de 55, porcentaje comparable de la media europea. Como se ve, lo pequeño puede ser hermoso, pero tiende a ser más caro.

El autor es profesor de Economía Aplicada UPV/EHU