Me las daba de muy sabiondo con todo lo relacionado con la tecnología. Sin embargo, a la hora de la verdad, he demostrado ser un analfabeto de primer orden. Me pasó ayer. Disfrutaba de los parabienes de un televisor de ultimísima tecnología. Era feliz evadido del mundo, absorto en los colores y sonidos que se sucedían ante mí. Y, de repente, la hecatombe. Aquel prodigio de la tecnología dejó de funcionar. La pantalla fundió a negro. Teóricamente, una nimiedad para alguien como yo, encargado habitual de sintonizar los canales en las televisiones de mis mayores. Pero, a fuerza de ser sincero, lo que descubrí fue demasiado. Aquello ni siquiera tenía botones que pulsar indiscriminadamente. Rodeé el aparato varias veces e, incluso, me agaché con la esperanza de descubrir la botonera en el canto inferior. Revisé el mando a distancia desde todos los ángulos posibles. No encontré nada a lo que pudiera aferrarse mi orgullo de manitas frustrado. Con las orejas gachas ante la concurrencia sentada en el sofá, no me quedó otra que buscar un teléfono en el que pedir ayuda al servicio técnico. Desde luego, fue una derrota y una lección valiosísima: no siempre lo que uno piensa de sí mismo es la realidad, que acostumbra a ser puñetera.
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