No hay manera. Por más que lo intento, al final, las previsiones para el acopio alimenticio con el que nutrir las ansias navideñas se me acaban por desbordar de manera dramáticamente exagerada. Y así estoy yo, desayunando roscón de Reyes día sí y día también muchas jornadas después de la llegada y posterior partida de los monarcas de la ilusión y dando buena cuenta de todo tipo de croquetas elaboradas con restos, sobras y alardes fatuos de pericias gastronómicas que no encontraron receptividad ni acomodo en los saciados estómagos de los comensales de los banquetes preceptivos. Supongo que semejante desproporción sólo obedece a un uso cultural muy arraigado en esta sociedad en la que es mejor que sobre que no que falte se transforma en una adaptación libre del cuento de los Hermanos Grimm, en el que la bruja somete a un engorde intensivo a Hänsel y Gretel con el fin de comérselos con posterioridad. Las peculiaridades de este remake, lógicamente, pasan por la desaparición del personaje maligno y que el hecho de cebar al personal se ciñe a cuestiones de protocolo en las que la cortesía se mide por los kilos ganados tras las comilonas. En cualquier caso, lo peor de todo es que nada de esto me pilla de nuevo y que, mucho me temo, volveré a hacer lo mismo en unos meses...