No se lo van a creer. Desde mis más profundas convicciones republicanas he decidido someterme a un complejo proceso que ha de concluir en apenas unas horas con mi conversión en un adalid monárquico. Sí, lo sé. Así escrito suena a cuerno quemado. Sin embargo, tiene su explicación. Verán, en mi fuero interno, todo lo que rodea a la Navidad acostumbra a dejarme un poso de amargura. Todo, salvo la festividad de Reyes y sus horas previas. La parafernalia real provoca en mí una curiosa transformación que, a su vez, siempre logra maquillar en el balance final de este periplo festivo los sinsabores de unas semanas previas cargadas de comilonas, despilfarro y escepticismo social. Supongo que sólo es un reflejo de años pasados, pero la ilusión sigue intacta cada vez que Sus Majestades aparecen en Gasteiz comandando la cabalgata y visitando cada una de las residencias en las que se ha solicitado su presencia previamente. Sea cual sea la explicación a mi comportamiento poco amigo de coherencias, he de reconocer que, incluso, llego a ser un poco friki cumpliendo los preceptos dictados por Melchor, Gaspar y Baltasar. Fíjense que ha habido años en los que he llegado a esperar la llegada de Artabán, el cuarto rey mago, por si finalmente lograba llegar junto a sus compañeros...