Llega el final de año y parece que, entre la retahíla de costumbres y lugares comunes, toca hacer balance, ejercicio que suele llevar aparejado el de los propósitos. El balance nos suele durar el tiempo que pasa entre la última uva -si antes no nos hemos atragantado, lo que también en algunos casos se convierte en tradición- e incrustar el matasuegras en el careto de algún incauto en las danzas nocturnas de bienvenida del nuevo año. Luego, unas horas después, con la resaca y el pijama puestos y algún confeti aún en la cabeza, los valses de Viena sonando de fondo en la televisión -acepto como alternativa los saltos de esquí-, mientras juras que nunca más volverás a mezclar champanes y piensas con estupor en la comida de Año Nuevo que te aguarda, lo del balance es prácticamente un suspiro entre la nebulosa de turrones. Los propósitos tienen algo más de recorrido. Más o menos lo que nos dura la euforia de estrenar calendario. Solo los muy duros, aquellos con una voluntad férrea y una paciencia digna de quienes, por ejemplo, son capaces de acabar la colección de vajillas de porcelana del mundo en miniatura, logran que su propósito sobreviva a enero. Así que, entre balances y propósitos, quizá lo oportuno sea vivir momentos de felicidad con la gente que nos quiere y queremos. Vendrán bien en el próximo balance. Urte berri on!
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