Creo que mi inconsciencia ya se mueve a la par de mi desfachatez. He llegado a esa conclusión (entiendo que definitiva) tras asumir con un arrojo impropio y un optimismo desmedido un proceso que, de costumbre, es capaz de acabar con la paciencia del Santo Job. Me refiero a la última mudanza en la que me he visto involucrado. Dice la tradición católica que el citado fue en una época pretérita ejemplo de temple y aguante en las numerosas pruebas a las que fue sometido. Me temo que mi caso es diferente, ya que ni presumo de santidad ni de serenidad. En cualquier caso, he estado dos semanas trasladando cajas, cajones, bolsas y bolsones. Primero, lo hice con buen ánimo. Después con resignación cristiana. Por último, en cada paso cargado hasta las trancas llegué a repasar todo el santoral para desagrado de los oídos que no tuvieron la posibilidad de escapar de la sarta de improperios gratuitos que consideré necesario compartir. En mi descargo he de escribir que, en principio, consideraba que mis posesiones se ceñían a cuatro cacharros y dos trapitos. Sin embargo, en mi debe he de confesar que nunca he sido un lumbreras a la hora de planificar con criterio procesos vitales como el descrito, capaces, por sí solos, de confirmar que la necedad es una cuestión generalizada.