Ya me he confesado antes en estas líneas una friki de la Navidad. No puedo evitarlo. He intentado reintegrarme en sociedad y unirme al grupo cool antinavideño pero no hay manera. Porque los seres humanos, además de dividirnos en fans de Astérix o Tintín y de Cola Cao o Nesquik, nos dividimos en pro y anti Navidad. Quizá te quieras creer mediopensionista, surfeando en el equilibrio. Pero cuando la cosa se pone seria, o estás a un lado o estás al otro. O el espumillón te arranca una sonrisa, o su solo centelleo te repele. O acabas cayendo en el zapping en la enésima peli que, con fundamento o no, asocias a la Navidad -¡Mary Poppins!-. o esprintas como experimentado runner con solo oír la palabra turrón. Este año he conseguido que el árbol se integre como un miembro más de la familia. Hemos hecho nuevo fichaje y, en plan darwiniano, la especie ha evolucionado y ha crecido. Más de lo previsto. De hecho, ocupa -más bien okupa- más espacio que cualquiera de los humanos de casa y se aproxima amenazante al sofá, con lo que esto puedo suponer de revolucionario en los complejos equilibrios domésticos. La mayor superficie disponible para colocación de chismes en sus ramas ha dejado cortos los adornos que se abigarraban en el antiguo, que era un claro ejemplo de horror vacui. El despertar de la fuerza... Eguberri on!
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