Sobrevivir a estas fechas tan absorbentes es prácticamente inviable. Se lo digo yo, que llevo años tratando de huir de días tan señalados con todo tipo de tretas y ardides. No obstante, vistos los resultados, todos los planes y conspiraciones elaborados concienzudamente por mi mente nunca han servido para nada. Al final, las navidades siempre ganan y, como todo hijo de vecino, acabo cebándome en más cenas y comidas de las que un cuerpo humano puede gestionar con cierto decoro, dejando la tarjeta de crédito temblando y repartiendo buenos deseos a quienes me caen bien y a quienes se merecerían cierto desdén. Tampoco me privo de invertir un buen pico en décimos para el sorteo especial de la Lotería Nacional que sé a ciencia cierta que nunca van a revertir en mi persona. Gasto a manos llenas en billetes traídos de lugares dispares y desde fechas remotas con el convencimiento de que, tras el sorteo, seguiré siendo igual de pobre que antes de que las criaturas de San Ildefonso se desgañiten repartiendo suerte y millones. Supongo que algún día deberé pedir ayuda psicológica profesional para remediar esta disfunción mental. Pero, hasta entonces, seguiré mascullando lo mal que me sienta la Navidad mientras cumplo con todos sus preceptos al pie de la letra.