Más allá de tópicos y clichés, uno de los principales problemas de nuestros representantes políticos en las diferentes instituciones no es que se sirvan a sí mismos, que también. Lo peor, en realidad, es que en muchos casos no saben dónde están y para qué. Una institución no puede servir sólo a un tipo de ciudadanos, pero muchas veces el político cree que sí, igual que sus asesores. A pesar de cobrar de todos los habitantes de un área poblacional determinada (un municipio, una provincia, un estado...) y de actuar con los impuestos de todos los ciudadanos -que se sepa, hasta ahora ningún político ha pagado de su bolsillo un informe, una obra, un contrato...-, piensa que no a todos tiene que rendir cuentas, que no a todos tiene que tratarles igual, que no a todos tiene que facilitarles los servicios que gestiona. Se actúa así por dos razones. La primera porque no se entiende el poder como una responsabilidad, sino como algo de lo que sacar ventaja sobre el resto. La segunda porque ni se tienen principios democráticos ni se respetan. La sensación de impunidad llega en algunos casos a ser casi patética, pero lo cierto es que las consecuencias de esas actuaciones parciales e interesadas al final las terminamos sufriendo, y pagando, todos.
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