Hay libros, películas, que son prácticamente tratados sobre la vida, que conviene tener presentes y a los que conviene siempre volver. Seguramente no nos pondríamos de acuerdo en la selección, pero uno de mi catálogo es El Padrino. Y sí, lo confieso, hasta me gusta la tercera parte. En El Padrino, entre otras disquisiciones morales o inmorales, hay una curiosa reflexión sobre el respeto. El respeto, por ejemplo, entendido como autoridad y la autoridad entendida como poder contrapuesto a obediencia y/o sumisión. Y a Michael Corleone, que es un personaje trágico y cuyo perfil responde al del héroe clásico solo que esta vez embarcado en una tarea nada gloriosa ni generosa ni ética, le carcome su convicción cierta de que su autoridad se basa exclusivamente en su poder y en la violencia que es capaz de ejercer y que, por tanto, es miedo y no auténtico respeto lo que los demás sienten por él. Porque Michael, a pesar de todo, tiene conciencia. Pervertida, manipulada, tramposa, malvada, sí, pero queda un rastro de conciencia que le recuerda quién es. Como cuando confiesa al futuro Papa: “Maté al hijo de mi madre”. Autoridad, respeto, violencia, miedo. El Padrino es una película, pero ya digo que hay mucha verdad en ella.